De Troya a ISIS: así son los 'yonquis de la guerra'
Son yonquis en la guerra. No fueron los primeros ni serán los últimos. Las SS forman parte de una larga tradición en la que ejércitos de todo el mundo y de todas las épocas se han valido de la química para mejorar sus capacidades de combate, perder el miedo y alcanzar la victoria.
Dejando de lado el alcohol, cuyo consumo es tan antiguo como la propia guerra, las drogas se usan en la batalla desde la Grecia clásica. En la Odisea, Homero describe cómo los helenos ahogaban sus penas en la "bebida del olvido", el nepenthés, un cóctel similar al que hoy emplean toxicómanos que mezclan cerveza con metadona para desengancharse de drogas más fuertes. En su caso, el nepenthés mezclaba opio con vino especiado. Además de ser una de las primeras referencias bibliográficas de la relación entre los estupefacientes y la guerra, demuestra que dolencias del soldado como la neurosis y la fatiga del combate no son fruto de las guerras modernas, tal y como detalla el historiador Lukasz Kamienski en su ensayo Las Drogas en la Guerra (Ed. Crítica).
Aunque no forma parte de la historia que se enseña en las escuelas, la guerra y las drogas siempre han caminado de la mano con tres finalidades: la mejora de la capacidad de combate de los soldados, la financiación de campañas y el uso médico. También han sido protagonistas ocultas de hazañas militares. Por ejemplo, gracias a la hoja de coca, los chasquis -mensajeros del imperio Inca- recorrían hasta 240 kilómetros a pie en un solo día, seis veces la distancia de una maratón. O el famoso blitzkrieg, la guerra relámpago de los nazis. "Obtuvo su impulso gracias a las anfetaminas tanto como a las máquinas", cuenta el historiador Nicolas Rasmussen en su libro On Speed (2008). Para ello, los nazis recibieron más de 35 millones de pastillas de pervitina (metanfetamina) durante la invasión de los Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo y Francia en 1940, la pastilla mágica de la Wehrmacht.
El consumo de drogas en la batalla se remonta a la Grecia clásica
Aunque los nazis se dieron cuenta de los efectos perniciosos del uso de drogas durante largos periodos, volvieron a tirar de la química con cócteles de combate en los estertores del III Reich. Según Armas de la Desesperación, de Lawrence Paterson, uno de ellos fue el D-IX -una mezcla de cinco miligramos de cocaína, tres de metanfetamina y cinco del opiáceo Eukodal- en un intento desesperado por defender Alemania de los soviéticos. Kamienski explica el ciclo del consumo en un conflicto bélico: las primeras pruebas aportan resultados satisfactorios, a los pocos meses los soldados desarrollan adicción, después los médicos militares intentan reducir su consumo por sus perjuicios a largo plazo y, finalmente, los soldados vuelven a casa convertidos en adictos. Un ciclo que se vio de manera muy clara durante la Primera Guerra Mundial, donde todos los bandos distribuyeron cocaína entre sus tropas que, cuando regresaron a casa, constituyeron un nuevo ejército de cientos de miles de cocainómanos.
El esquema se repitió en los ejércitos de EEUU y la URSS en Vietnam y Afganistán. Además de los derivados de anfetaminas con los que ambos ejércitos proveían a sus tropas, los soldados comenzaron a autoprescribirse drogas para combatir el tedio y el estrés en el combate. En el caso de EEUU, las cifras oficiales son demoledoras: más del 90% de los soldados podían conseguir marihuana o heroína dentro de sus unidades.
La lucha en países musulmanes siempre ha sido complicada para los ejércitos occidentales. El caso paradigmático fue la campaña napoleónica en Egipto. L'Armée d'Orient proporcionaba 0,7 litros de vino al día a sus soldados de camino al país africano, pero al llegar descubrieron la imposibilidad de encontrar alcohol en el país. Los soldados recurrieron a la alternativa local: el hachís, que los convertía en "una panda de indolentes y holgazanes", minaba su capacidad de combate y ponía en riesgo la moral de la tropa. Napoleón emitió un edicto prohibiendo la venta, consumo e importación de productos cannábicos en todo Egipto para evitar que su ejército quedase reducido a "un grupo de escarabajos". A la vez, se ordenó la construcción de dos destilerías de brandy y ron para abastecer de alcohol a la tropa. Sin embargo, los soldados no abandonaron el hachís y, al volver a Francia, llevaron un buen acopio en su haber.
La relación más sofisticada entre drogas y guerra se produce en el imperio japonés desde 1890 hasta 1945. Durante más de medio siglo, el imperio, que castigaba con la muerte el tráfico y consumo de estupefacientes en su territorio, se convirtió en una suerte de narcoestado donde la droga permitía mantener su maquinaria militar en funcionamiento. Por un lado, las drogas eran "un arma social idónea para convertir a los adictos en degenerados, desgarrar el tejido social y facilitar la conquista y ocupación". Por otro, contribuían a mantener la guerra en el imperio. Kamienski afirma que los nipones ingresaban 300 millones de dólares al año del tráfico de drogas.
Desde la Antigua Grecia, los ejércitos siempre han usado estupefacientes para exprimir a los combatientes, frenar su fatiga y hacerles sentir invencibles
Las primeras pruebas dan resultado, pero a los pocos meses los soldados desarrollan adicción y los soldados vuelven a casa convertidos en drogadictos.
Cien soldados nazis disparan con furia durante la noche en las afueras de Leningrado hasta agotar su última bala, llega la calma. Al amanecer, los soviéticos se aproximan a la posición de las Waffen-SS, que se rinden sin plantar batalla. Al hacerles prisioneros, los soviéticos ven que los nazis están nerviosos, irritables y susceptibles. No están afectados por la psicosis de combate: sólo tienen el mono. Durante la noche, han disparado literalmente a la nada debido a una alucinación colectiva. La causa: el consumo abusivo de la metanfetamina.
Son yonquis en la guerra. No fueron los primeros ni serán los últimos. Las SS forman parte de una larga tradición en la que ejércitos de todo el mundo y de todas las épocas se han valido de la química para mejorar sus capacidades de combate, perder el miedo y alcanzar la victoria.
Dejando de lado el alcohol, cuyo consumo es tan antiguo como la propia guerra, las drogas se usan en la batalla desde la Grecia clásica. En la Odisea, Homero describe cómo los helenos ahogaban sus penas en la "bebida del olvido", el nepenthés, un cóctel similar al que hoy emplean toxicómanos que mezclan cerveza con metadona para desengancharse de drogas más fuertes. En su caso, el nepenthés mezclaba opio con vino especiado. Además de ser una de las primeras referencias bibliográficas de la relación entre los estupefacientes y la guerra, demuestra que dolencias del soldado como la neurosis y la fatiga del combate no son fruto de las guerras modernas, tal y como detalla el historiador Lukasz Kamienski en su ensayo Las Drogas en la Guerra (Ed. Crítica).
Aunque no forma parte de la historia que se enseña en las escuelas, la guerra y las drogas siempre han caminado de la mano con tres finalidades: la mejora de la capacidad de combate de los soldados, la financiación de campañas y el uso médico. También han sido protagonistas ocultas de hazañas militares. Por ejemplo, gracias a la hoja de coca, los chasquis -mensajeros del imperio Inca- recorrían hasta 240 kilómetros a pie en un solo día, seis veces la distancia de una maratón. O el famoso blitzkrieg, la guerra relámpago de los nazis. "Obtuvo su impulso gracias a las anfetaminas tanto como a las máquinas", cuenta el historiador Nicolas Rasmussen en su libro On Speed (2008). Para ello, los nazis recibieron más de 35 millones de pastillas de pervitina (metanfetamina) durante la invasión de los Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo y Francia en 1940, la pastilla mágica de la Wehrmacht.
El consumo de drogas en la batalla se remonta a la Grecia clásica
Aunque los nazis se dieron cuenta de los efectos perniciosos del uso de drogas durante largos periodos, volvieron a tirar de la química con cócteles de combate en los estertores del III Reich. Según Armas de la Desesperación, de Lawrence Paterson, uno de ellos fue el D-IX -una mezcla de cinco miligramos de cocaína, tres de metanfetamina y cinco del opiáceo Eukodal- en un intento desesperado por defender Alemania de los soviéticos. Kamienski explica el ciclo del consumo en un conflicto bélico: las primeras pruebas aportan resultados satisfactorios, a los pocos meses los soldados desarrollan adicción, después los médicos militares intentan reducir su consumo por sus perjuicios a largo plazo y, finalmente, los soldados vuelven a casa convertidos en adictos. Un ciclo que se vio de manera muy clara durante la Primera Guerra Mundial, donde todos los bandos distribuyeron cocaína entre sus tropas que, cuando regresaron a casa, constituyeron un nuevo ejército de cientos de miles de cocainómanos.
El esquema se repitió en los ejércitos de EEUU y la URSS en Vietnam y Afganistán. Además de los derivados de anfetaminas con los que ambos ejércitos proveían a sus tropas, los soldados comenzaron a autoprescribirse drogas para combatir el tedio y el estrés en el combate. En el caso de EEUU, las cifras oficiales son demoledoras: más del 90% de los soldados podían conseguir marihuana o heroína dentro de sus unidades.
La lucha en países musulmanes siempre ha sido complicada para los ejércitos occidentales. El caso paradigmático fue la campaña napoleónica en Egipto. L'Armée d'Orient proporcionaba 0,7 litros de vino al día a sus soldados de camino al país africano, pero al llegar descubrieron la imposibilidad de encontrar alcohol en el país. Los soldados recurrieron a la alternativa local: el hachís, que los convertía en "una panda de indolentes y holgazanes", minaba su capacidad de combate y ponía en riesgo la moral de la tropa. Napoleón emitió un edicto prohibiendo la venta, consumo e importación de productos cannábicos en todo Egipto para evitar que su ejército quedase reducido a "un grupo de escarabajos". A la vez, se ordenó la construcción de dos destilerías de brandy y ron para abastecer de alcohol a la tropa. Sin embargo, los soldados no abandonaron el hachís y, al volver a Francia, llevaron un buen acopio en su haber.
La relación más sofisticada entre drogas y guerra se produce en el imperio japonés desde 1890 hasta 1945. Durante más de medio siglo, el imperio, que castigaba con la muerte el tráfico y consumo de estupefacientes en su territorio, se convirtió en una suerte de narcoestado donde la droga permitía mantener su maquinaria militar en funcionamiento. Por un lado, las drogas eran "un arma social idónea para convertir a los adictos en degenerados, desgarrar el tejido social y facilitar la conquista y ocupación". Por otro, contribuían a mantener la guerra en el imperio. Kamienski afirma que los nipones ingresaban 300 millones de dólares al año del tráfico de drogas.
Las drogas eran un arma social idónea para convertir a los adictos en degenerados
Tras su ataque a Pearl Harbor en 1941, Japón se volcó de lleno en la producción de Philopon, una metanfetamina cuyo nombre proviene de las palabras griegas philo (amor) y phonos (trabajo), para aumentar la productividad de los trabajadores. Asimismo, los soldados también recibieron generosas dosis de metanfetaminas como las nekomojo, las tabletas de ojos de gato. Sin embargo, el caso más paradigmático son los kamikazes, a los que se les entregaba las denominadas totsugeki-jo o tokku-jo (pastillas de asalto) que contenían una mezcla de polvo y té verde para aumentar su valentía.
Hoy, el uso de drogas sigue estando presente entre los ejércitos, en especial, entre las guerrillas, los grupos terroristas y los ejércitos irregulares. Los soldados de ISIS consumen un derivado del captagón, una droga anfetamínica que mitiga el miedo, suprime el dolor, alivia el hambre, reduce el sueño e incrementa la fuerza. Sin embargo, la versión yihadista del captagón se encuentra mezclada con metanfetamina, efedrina y otras sustancias que los yihadistas riegan con bebidas energéticas. Además el captagón les dota de un espíritu suicida con el que "hacen caso omiso de las tácticas defensivas más habituales".
Pese a su omnipresencia, los investigadores han dedicado escasos esfuerzos a abordar la relación entre las guerras y las drogas. Algo que, en gran medida se explica por dos motivos. Primero, que usar drogas para ganar no es fácil de explicar para los vencedores. Y, segundo, la evidente contradicción en la que caen los Estados que prohíben el uso social de las mismas drogas que, en el campo de batalla, se usan con fines militares.
El Mundo