Porque Bruselas se encuentra aun profundamente anclada en la psique colectiva de los españoles. España no entró en la UE hasta 1986, apenas cinco años después del intento de golpe de Estado del coronel Tejero y apenas diez desde que muriera Francisco Franco. Formar parte de Europa fue para muchos españoles la confirmación de que la democracia había llegado para quedarse y de que Bruselas sería la mejor garantía. Ese sentimiento ha sufrido un cierto desgaste con el paso de los años —la pérdida de confianza en las instituciones europeas es notable desde 2005—, pero nunca en cifras que se puedan comparar con el vibrante euroescepticismo británico y centroeuropeo.
Una encuesta de Ipsos alertaba este mes del riesgo de que el Brexit causara un efecto dominó en Europa. En Francia o Italia más del 50% de los votantes opinó que debería celebrarse un referéndum similar en su país. España aparece a la cola de los Estados que anhelan una consulta como la británica. Casi la mitad de los españoles sondeados dijo querer más Europa. Todo ello, a pesar de que España ha sufrido en los últimos años una de las crisis más devastadoras de la eurozona y de que buena parte de los ciudadanos culpa a las políticas de austeridad procedentes de Bruselas de la debacle. Pero precisamente porque este eurocriticismo de baja intensidad empieza a prender en España y porque el vendaval eurófobo no amaina en el resto de Europa, tal vez convenga considerar que quizás la vacuna española tenga fecha de caducidad.
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