Un rey medieval suele recibir muchos apodos belicosos, el Grande, el Batallador, el Justiciero, pero pocas veces tiene tiempo entre guerras, luchas sucesorias y rebeliones de recibir un título tan inesperado y civilizado como el de Sabio. Conseguir este raro apodo para un señor de la guerra medieval se saldó, al menos en el caso de Alfonso X de Castilla, a un alto precio. El hijo de Fernando III y la princesa alemana Beatriz de Suabia resultó un personaje tan fundamental para la cultura europea y, en particular, para la española, como controvertido y disperso a la hora de gobernar su propio reino. Alfonso fue a buscar un trono en Alemania y, al volver la vista atrás, apenas quedaba nada del suyo en España.
Educado bajo el paraguas del noble García Fernández de Villamayor, señor de Villadelmiro y Celada, Alfonso recibió una sólida formación intelectual que le preparó para las responsabilidades políticas que tuvo que asumir muy pronto. Aún como príncipe heredero de Castilla y León incorporó a su Corona el reino taifa de Murcia valiéndose de la justa combinación de diplomacia y mano militar que caracterizaron su reinado.
Una vez en el trono, con 31 años, Alfonso X continuó con el avance castellano sobre Andalucía, allí donde lo había dejado su padre, lo que incluyó tomar Cádiz e incluso trasladar tropas al norte de África en lo que resultó una aventura efímera, pero muy simbólica tras siglos de dominación musulmana en la Península.
Un rey sin precedentes
La repoblación del territorio castellano y el impulso de su economía a través del desarrollo de ferias comerciales fueron los otros puntales del reinado. La institucionalización del «Honrado Concejo de la Mesta», que se encargaba de controlar y coordinar la actividad ganadera en toda la Corona, está considerado uno de los grandes hitos no solo de su reinado, sino de toda la historia castellana.
Alfonso X buscaba con esa y otras medidas uniformar la legislación de sus reinos. En este sentido iban orientadas las denominadas Siete Partidas, un avanzado cuerpo normativo que, si bien no llegaron a entrar en vigor cuando vivía Alfonso, sirvió como piedra filosofal de las relaciones entre los reyes, la Iglesia, la nobleza y el pueblo en lo que iba a ser la configuración de la futura España.
A pesar de los indudables éxitos del reinado, la fama como buen Monarca de Alfonso proceden más de su labor cultural extraordinaria que de sus buenas dotes en la gobernación del país, donde a las tensiones habituales entre nobles y entre religiones se sumaron las empresas quijotescas del Rey. Vacilante, disperso y a veces imprudente, Alfonso se comprometió en más empresas de las que era posible atender y acabó obsesionado con hacerse con un título tan remoto como era el de emperador germánico.
Como hijo de una princesa alemana, el castellano maniobró con el apoyo de parte de la nobleza italiana y alemana para ser titulado Emperador el día 1 de abril del año 1257. Aquello solo fue el primer paso.
El antiguo título de Carlomagno era de carácter electivo, pero, en la práctica, daba lugar a constantes crisis sucesorias cuando algún poderoso noble discrepaba del resultado de las votaciones. A la declaración de Alfonso le siguió la de otro candidato a dicho título: el inglés Ricardo de Cornualles. Ambos monarcas se vieron en los siguientes años enfrentados en una fuerte disputa que aumentó las peticiones de dinero a las cortes y entretuvo la mente y los recursos del Rey de Castilla a cientos de kilómetros de su territorio natural. La presión fiscal incrementó la tensión entre nobleza y monarquía, al tiempo que provocaba daños en la economía.
La batalla política por hacerse con más respaldos en Italia y Alemania resultó infructuosa para Alfonso X, que vio como ni siquiera la muerte de su rival en 1272 despejaba su horizonte imperial. Un año después, un miembro de la familia de los Habsburgo, de nombre Rodolfo, alcanzó la corona de Carlomagno y se posicionó, de cara al futuro, como la dinastía dominadora de Europa en los siguientes siglos.
Ni siquiera reunirse en persona en Aviñón con el Papa permitió al castellano recuperar sus opciones de reinar en lo que hoy es Alemania. Junto a su sonado fracaso imperial, Alfonso X tampoco tuvo éxito al intentar incorporar el Algarve a su Corona ni en sus remotas aspiraciones al ducado francés de Gascuña.
Como contrapartida, aquellas aventuras internacionales contribuyeron a llenar su corte de políticos, literatos y sabios venidos de numerosos países europeos. Castilla se convirtió en uno de los epicentros culturales del continente, en parte gracias a la colaboración de intelectuales judíos. El historiador israelí Yitzhak Baer llegó a decir que «Don Alfonso dispensó a los sabios judíos una hospitalidad tal que non es posible hallar nada igual entre los gobernantes de su tiempo. Ni siquiera el emperador Federico II se le puede comparar».
Alfonso X promovió personalmente todas las ramas conocidas del saber y del arte, desde la astrología, la medicina, la música, el ajedrez, las artes plásticas hasta la historia y el derecho, lo que llevó a la traducción de numerosos libros árabes, griegos y hebreos.
La «Primera Crónica General de España» fue, sin duda, la más ambiciosa de las obras históricas del periodo y todo una enumeración de frases ensalzando las peculiaridades del país: «Entre todas las tierras que Dios honró más, España fue la que más de occidente». Aparte de escribir de su puño y letra poesía en gallego y de promocionar la literatura en general, Alfonso normalizó las reglas y usos de la lengua castellana durante su reinado, lo que iba en consonancia con su esfuerzo por unificar el país.
Sus ambiciosos planes y su avanzada legislación en ocasiones provocaron turbulencias en una sociedad que no estaba preparada para asimilar tanto cambio. El intento de instaurar muchas de las leyes contenidas en las Partidas condujeron a choques entre la nobleza y el Rey en sus últimos años de vida.
A estas perturbaciones se sumó la pugna que mantuvo con su segundo hijo, el futuro Sancho IV, que llegó a convocar unas Cortes en la villa de Valladolid en las que desafió abiertamente a su padre y le destituyó como Rey. Sancho no se conformaba con que sus derechos al trono fueran detrás de su hermano mayor Fernando de «la cerda», que era apodado así por haber nacido con un pelo largo parecido al de un cerdo en su pecho, y de los hijos de este, por lo que hizo la guerra a su padre para lograr quedarse con toda la tarta.
La acometida de Sancho dejó a su padre aislado. Alfonso X murió en Sevilla, ciudad que nunca dejó de serle fiel, en el año 1284 cargado de tristeza por los tropiezos de su reinado y en la más miserable necesidad económica. Se dice que tuvo que enviar su propia corona al emir de Marruecos como garantía por un prestamo.
abc
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