La boda entre Napoleón y su princesa austriaca se repite 200 años después

  03 Junio 2019    Leído: 1047
  La boda entre Napoleón y su princesa austriaca se repite 200 años después

El próximo enlace del heredero de la casa Bonaparte con una descendiente de la emperatriz María Luisa revive el sonado matrimonio del gran corso con la princesa austriaca.

Ya falta menos para la boda del año, en la catedral Saint-Louis-des-Invalides el 19 de octubre, entre Jean-Christophe Napoleón (Saint Raphaël, Francia, 1986), miembro de la familia Bonaparte, pretendiente al trono de Francia y que ostenta el título (de cortesía) de príncipe Napoleón, y su prometida, la condesa Olympia Elena Maria von un zu Arco-Zinneberg (Múnich, 1988), bisnieta del último emperador de Austria, Carlos I, y de la emperatriz Zita, y sobrina nieta (en seis generaciones) de la princesa imperial austriaca María Luisa (1791-1847), convertida en emperatriz de los franceses tras casarse con Napoleón I en 1810. Es bastante improbable que nos inviten.

Resulta que la boda, que será digna de un extra del ¡Hola!,está siendo la comidilla de la alta sociedad europea no solo por los sonoros nombres de los contrayentes, sino por el eco histórico que despierta el enlace. Efectivamente, los novios están de alguna manera recreando, por su herencia, los sonadísimos esponsales de sus respectivos ancestros Napoleón y María Luisa, una boda que fue un terremoto en el mapa político y dinástico del momento. Napoleón, heredero de la Revolución Francesa y bestia negra de la aristocracia europea además de tradicional azote de los ejércitos austriacos, a los que había dado para el pelo en innumerables y sonadas batallas, se casaba, tras repudiar a la emperatriz Josefina, con la princesita de los Habsburgo María Luisa (en la intimidad Luisl, en alemán; Louisette o Louison, en francés), hija querida (es verdad que tenía otros 10 hijos) de su tradicional archienemigo el emperador de Austria Francisco I. La cosa tiene más miga si se piensa que María Luisa era sobrina nieta de María Antonieta, austriaca como ella, reina de Francia por su boda con Luis XVI y decapitada por la misma Revolución que condujo a Napoleón al poder.

Evidentemente, no era un matrimonio por amor. De hecho, a la princesita, que contaba 17 años cuando se la concedieron al francés, a la sazón con 40, había sido educada en un odio feroz al “ogro corso” y “anticristo” que había incendiado Europa —y tomado dos veces Viena, haciendo huir a la familia imperial— y amenazaba con no dejar títere con corona. María Luisa incluso tenía un soldadito de madera al que había bautizado como “Bonaparte” y al que solía torturar como venganza. Cuando su amoroso pero pragmático padre le comunicó que la daban en matrimonio a Napoleón pensó que era una broma, aunque los Habsburgo eran poco dados a hacerlas. Aceptó porque no le quedaba otro remedio y porque las princesitas han de someterse a la razón de Estado que para eso están, o estaban. La joven, que reservaba su corazoncito y lo demás para un apuesto primo con el que tonteaba en el Hofburg, acudió a la boda en Francia como quien acude al matadero. Previamente se había celebrado un matrimonio por poderes en la iglesia de los Agustinos en Viena en la que representó al novio con la alegría que puede suponerse el tío de la novia, el archiduque Carlos, uno de los enemigos más acérrimos de Napoleón en el campo de batalla. Como no se conocía la talla del dedo del emperador francés, el arzobispo de Viena bendijo 12 anillos de diferentes tamaños.

Napoleón se había decantado por María Luisa tras revisar una lista de 18 princesas casaderas y descartar a Anna Pavlovna Romanova, hermana de Alejando I de Rusia —y que también significaba una alianza interesante— por demasiado jovencita. Con 14 años la rusa no era todavía núbil y Napoleón tenía prisa por conseguir un heredero de buena cuna para asegurarse la sucesión de su nueva dinastía y entroncarla con las más añejas. “Me caso con un vientre”, es lo que dijo poco elegantemente al decidirse por María Luisa. Sin duda también ha de tener morbo que se convierta en tu suegro alguien a quien has ganado en Wagram.

El emperador francés había despejado ya sus dudas sobre su capacidad de engendrar tras no conseguir tener descendencia con Josefina, que le achacaba la esterilidad a él: en 1806 había tenido un hijo (el futuro conde de León, por Napo-león) con una de sus amantes, Denuelle de la Plaigne. Napoleón solo tuvo tres hijos: el citado, el que procreó en 1810 con María Walewska (Alejandro, conde Walewski) y el alumbrado en 1811 por María Luisa, su malogrado heredero, Napoleón II, el denominado Rey de Roma y El Aguilucho, educado por los Habsburgo como duque de Reichstadt y fallecido de tuberculosis en 1832.

En el caso de María Luisa se casaría con un vientre, pero fue ver a la lozana princesa y resurgir en él el joven artillero. La esperaba en un cruce de caminos en la frontera, impaciente. Se montó en la carroza y parece que allí ya hubo avance sustancial de la infantería de línea, porque la joven llegó a Compiègne, lugar de la ceremonia francesa, con el vestido sospechosamente arrugado. Luego no había forma de que dejaran la habitación nupcial. Napoleón, es sabido, era muy fogoso en la cama. Para él, en todo encuentro despuntaba el sol de Austerlitz. Tenía una inclinación (y valga la imagen) por el cunnilingus casi obsesiva (lo que arroja una dimensión notable a su famoso mensaje a Josefina, “llego mañana, no te laves”). No lo digo yo, no me atrevería: lo explica, como lo de que llamaba a su miembro viril “el Barón de Kepen”, uno de sus más recientes biógrafos, Andrew Robert (desde luego todo eso no lo contaba Emil Ludwig).

El caso es que María Luisa le tomó afecto. “Se ha pasado toda la noche riendo”, dijo luego Napoleón, que recomendó al día siguiente a su ayuda de campo, Savary: “Querido, cásate con una alemana, son las mejores, dulces, inocentes y frescas como rosas”. También destacó de su esposa que era en la intimidad complaciente, “voire ardente”. La relación duró cuatro años. Ella no siguió a su marido derrotado a Elba, primero, ni luego a Santa Helena. En cuanto pudo volvió a Viena. No tardó en olvidarse de Napoleón en brazos del conde de Neipperg, general apuesto, aunque tuerto. Con él tuvo cuatro hijos, compartió el ducado de Parma y se casó tras morir su imperial marido en 1821.

Es de esperar que el nuevo Napoleón, que es banquero de inversiones, licenciado por Harvard y no general, y su prometida austriaca tengan mejor suerte en su matrimonio que sus antecesores. En realidad, hay que precisar que él, Jean-Christophe, al que hay que dirigirse como Su Alteza Imperial (si te invita a la boda) y está considerado sucesor legítimo de Napoleón I y Napoleón III y emperador de jure por los bonapartistas dinásticos con el nombre de Napoleón VII, no es descendiente directo de Napoleón. Ni tampoco del emperador Napoleón III (sobrino de Napoleón), cuyo único hijo (con Eugenia de Montijo), Luis Napoleón, fue exóticamente alanceado a los 23 años en Ulundi por los zulúes en un caso exacerbado de qué diablos hago yo aquí, sin dejar descendencia. El joven casadero desciende de la línea de Jérôme Bonaparte, rey de Westfalia, el hermano pequeño de Napoleón. El enrevesamiento dinástico de la familia, que ha entroncado con numerosas casas reinantes y noblezas europeas, —Jean-Christophe es hijo de la princesa Beatriz de Borbón-Sicilia— no ha impedido que los líos propios de los Bonaparte originales tiñan las nuevas ramas: el abuelo de Jean-Christophe lo designó sucesor (cosa que se discute en el seno del bonapartismo) saltándose a su padre, Charles, por su divorcio y sus posiciones políticas de republicano de izquierdas y simpatizante de los separatistas corsos...

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