Como acertadamente recordó Obama a su llegada a Japón, donde se encuentra para asistir a una cumbre del G-7, “todavía queda trabajo por hacer”. Es especialmente significativo que el mandatario estadounidense haga esta advertencia cerca de Corea del Norte, una brutal dictadura asentada sobre su fuerza nuclear, cuyo desarrollo la comunidad internacional, por diversas razones, fue incapaz de frenar. Pyongyang es el perfecto ejemplo de lo que puede suceder con las relaciones internacionales si no hay un esfuerzo común para evitar la proliferación de las armas atómicas.
Obama, a quien le quedan menos de ocho meses en la Casa Blanca, ha querido dejar como parte de su legado avances concretos en este campo. Y, como en otros aspectos, presenta luces y sombras. Durante su presidencia se han organizado las cumbres de seguridad nuclear, se ha negociado un nuevo tratado de reducción de cabezas nucleares con Rusia y, sobre todo, se ha alcanzado un complicadísimo acuerdo con Irán para evitar que el régimen de los ayatolás se dote de armas atómicas. Aún así, varios Estados juegan con la idea de adquirir su propia bomba nuclear y varios grupos terroristas se conformarían con material radiactivo para poder sembrar el pánico. La amenaza destructora nuclear sigue pues presente e Hiroshima es una dolorosa lección de lo que es capaz.
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