Más que conocidas son las desventuras de la División Azul en la URSS de Iósif Stalin. Sus combates en el lago Ílmen o en Krasny Bor han pasado a la historia. Lo que es menos popular en la sociedad actual es que, más de un siglo antes, otros soldados peninsulares marcharon sobre Rusia a las órdenes de un líder extranjero. Aunque en aquel caso, y con el calendario detenido a principios del siglo XIX, este mandamás no llevaba la esvástica en el chaquetón ni hablaba alemán, Por el contrario, portaba en su pendón el águila imperial y hablaba francés con un ligero acento corso. Su nombre era Napoleón Bonaparte.
Los hombres a los que hago referencia son los pobres desgraciados de tres regimientos del cuerpo expedicionario enviado en 1807 a servir en el ejército galo. Hombres desafortunados que, después de que comenzara la Guerra de la Independencia contra el «Pequeño corso», no lograron regresar a su amada patria y fueron obligados a participar, junto a la «Grande Armée», en la loca invasión de Rusia orquestada por el megalómano Bonaparte. Sus integrantes se dejaron la vida a miles por culpa del frío y de los mosquetes enemigos hasta que, por fin, sus esperanzas se materializaron y pudieron desertar como reos ante los hombres del Zar. «Mi emperador no hace prisioneros a los españoles, vuestro país y el mío tienen estrecha alianza; los ejércitos rusos protegen a todo español que la suerte ponga en nuestras manos», les respondió el oficial al que se entregaron.
Puñalada trapera
Hallar los mimbres de esta unidad requiere retroceder hasta 1796, época convulsa en la que «la France» y nuestra España andaban aliadas contra el poder británico. Pocos sabían entonces que nos íbamos a tragar una invasión gala a traición poco después... Pero en aquellos años, amigos como éramos de los gabachos, el gobierno firmó con el futuro «Empereur» el Tratado de San Ildefonso; texto abusivo donde los hubiere y en el que ambas potencias se comprometían a aunar fuerzas contra Gran Bretaña. Con aquel precedente, y después de la entrada victoriosa del « Pequeño Corso» en Berlín tras hacer añicos a las tropas prusianas, poco podía hacer nuestro país más allá de rendir pleitesía a los revolucionarios.
Sometido al incipiente poder galo, y afrancesado como era, el valido poco válido del monarca, Manolito Godoy, recibió en 1806 un mensaje en el que se le exigía reunir a unos 14.000 hombres y enviarlos, como el mismísimo rayo, hasta las costas de Hannover en previsión de un más que predecible asalto inglés por mar. Dicho y hecho. De esta guisa, y en valor del Tratado de San Ildefonso, partieron hacia su nuevo destino 10.000 infantes, 4.000 jinetes y una veintena de piezas de artillería. Más de la mitad del contingente inició su viaje desde la Península al mando de Pedro Caro y Sureda, Marqués de la Romana, primer oficial de la llamada División del Norte. El resto lo hizo desde Etruria, donde ya había destacadas fuerzas de nuestro país, bajo el liderazgo del segundo al mando, Juan Kindelán.
«Bernadotte jamás se cansó en las revistas y en las marchas de manifestar la satisfacción que le causaban […] nuestros compatriotas»
Allí quedaron nuestros compatriotas haciéndose un nombre a golpe de bayoneta, mosquete y sable (este último, en el caso de los jinetes). Y así lo recordaba el militar y escritor del siglo XIX José Gómez de Arteche en su extensa « Guerra de la Independencia, 1808-1814»:
«Bernadotte cuidaba con el mayor esmero de que no les faltase nada de lo que la codicia francesa se hacía proporcionar para sus soldados, y no perdonaba medio para halagar a los nuestros en su orgullo nacional y en su espíritu de personalismo. Su guardia de honor era, cual la de los césares, de españoles, compuesta por una compañía formada de soldados y clases escogidos en el regimiento de Zamora y una sección de 30 caballos del Rey, y jamás se cansó en las revistas y en las marchas de manifestar la satisfacción que le causaban […] nuestros compatriotas».
Manuel Godoy
Pero la situación se enrareció poco después. De forma más concreta, en 1808, después de que Bonaparte asediara Madrid (y España) a traición tras firmar un permiso de paso con Godoy en el popular Tratado de Fontaineableau. Aquella puñalada trapera pilló a buena parte de la División del Norte en Dinamarca, lo que permitió a la mayoría viajar a toda prisa hasta a Suecia y, a continuación, regresar a la Península para unirse a las tropas británicas y enfrentarse al galo invasor. Por desgracia, la suerte fue esquiva con tres de sus regimientos. Unos hombres a los que les fue imposible separarse de las tropas napoleónicas y que se vieron obligados a partir, dentro de la «Grande Armée», hacia Rusia bajo las órdenes de Napoleón.
Los oficiales del gabacho sabían que no podían esperar lealtad por su parte, pero conocían su destreza con las armas. Por ello, el destino último de nuestros compatriotas era habitualmente la primera línea de batalla. Al menos, así lo afirmó en su diario de viaje Rafael de Llanza, nombrado jefe de este curioso contingente: «No me queda ninguna duda que fuimos puestos en el más evidente riesgo para que fuésemos exterminados». Lo cierto es que los hombres de Bonaparte llevaban razón, pues los nuestros ansiaban el «feliz y suspirado momento de pasarnos a los rusos».
Camino a Borodinó
Las andanzas en Rusia de los tres regimientos españoles que no pudieron escapar de las garras de Napoleón comenzó, siempre según el diario de Rafael de Llanza, en marzo de 1812, cuando recibieron la orden de formar y partir hacia el este. Por entonces, nuestros compatriotas se hallaban en el pueblecito de Neuwarp recordando por activa y por pasiva a sus habitantes que ellos no eran galos. «Yo hice cuanto me fue posible por manifestar que era español, en medio de los ejércitos franceses, y que odiaba el robo y la villanía en medio de unas legiones de ladrones y perturbadores del sosiego humano», explicaba el español en su obra. Así comenzó la campaña más helada de Bonaparte.
A partir de entonces el diario narra de forma pormenorizada, aunque rauda, las diferentes paradas que llevó a cabo el ejército español de Napoleón. Y en todas ellas, según Llanza, el contingente galo se destacó por su pillaje y su villanía. Al parecer, la «imponente multitud» se mostraba «furiosa de deseos de […] entregarse a los horrores del saqueo, incendios, robos y, en fin, al exterminio del género humano» desde el mismo momento en el que asediaron Polonia en su camino hacia Moscú. Aunque los franceses trataban de paliar esta actitud repartiendo panfletos con manifiestos en los que se afirmaba que estaban allí para liberar a los ciudadanos de la opresión de los zares.
Napoleón en Rusia
Una de las primeras batallas en las que participaron los españoles fue la que, según Llanza, comenzó a pergeñarse el 5 de septiembre de 1812. Por la cercanía con las fechas parece que se refiere a una escaramuza previa a la contienda de Borodinó; la más sangrienta de la campaña rusa. En todo caso, aquella jornada los defensores se jugaban mucho, pues habían permitido a los galos adentrarse kilómetros y kilómetros en el país sabedores de que era imposible defender la ingente cantidad de territorio que atesoraban. Según la crónica, Bonaparte no dudó y ordenó a sus hombres cargar sin piedad. En la vanguardia iban nuestros compatriotas, como bien dejó explicado el autor del diario:
«Mientras duraba este sangriento choque, mi batallón formado en cuadro sostenía avanzado el combate, cuando a las nueve y media fue atacado por el grueso de la caballería, que por el orden regular debía ser roto y deshecho, y tuvo tanta fortuna que una descarga hizo retroceder toda esa caballería, que sin duda a beneficio de la noche nos creyó más fuertes de lo que éramos. ¡Qué bella situación esta para haberse pasado al ejército ruso hasta con las banderas! Los dos regimientos españoles fueron avanzados del Ejército francés, y no me queda ninguna duda de que fuimos puestos en el más evidente riesgo para que fuésemos exterminados. Si nosotros hubiésemos tenido la más remota idea de que podíamos ser acogidos de los rusos, nos podríamos haber pasado sin ningún riesgo».
Napoleón en Rusia
Dos días después, ya en la contienda principal, el regimiento de Llanza se quedó en retaguardia. Aunque sí «sostuvo por cuatro horas seguidas la diabólica artillería de la Guardia Imperial» y tuvo que «sufrir muchas balas de artillería» enemigas durante horas. Tras la lucha, el hispano se quedó asombrado cuando Napoleón ordenó dejar a los heridos sobre el campo de batalla: «¡Qué triste espectáculo, y más al considerar que tantos miles de hombres debían el día siguiente ser abandonados sobre aquel campo de desolación y expirando en recompensa de su valor y de la victoria obtenida por unos y por la brillante y valerosa defensa de los otros!».
Pero aquellos hombres no iban a ser los únicos olvidados en mitad de la estepa rusa. Le pasó lo mismo a otros tantos que murieron debido al hambre y al frío invierno al que el ejército galo tuvo que enfrentarse en su avance hacia la capital. Y el resto sufrieron todo tipo de enfermedades y problemas físicos por culpa de las bajas temperaturas. El mismo Llanza dejó escrito que, un día, se «sintió en el tobillo del pie derecho un dolor sumamente fuerte».
La sorpresa fue mayúscula cuando se quitó la bota, pues vio que toda su pierna «parecía una piel de tigre de manchas negras y amarillas». «Lo manifiesto a los cirujanos, no les gustó; menos me gustaba a mí», afirmó. En sus palabras, los dolores (que se acrecentaban debido al frío) eran «terribles e insoportables», lo mismo que los remedios que le daban los médicos militares. Y, a pesar de todo, la « Grande Armée» logró tomar Moscú.
¡Retirada!
Con la conquista de la capital parecía que solo era cuestión de tiempo que el ejército galo obtuviese una victoria aplastante sobre los rusos. Pero la falta de comida, el frío, las enfermedades y los continuos ataques de la guerrilla obligaron a Napoleón a marcharse con el rabo entre las piernas y abandonar Moscú el 24 de octubre de 1812.
Desde entonces comenzó una carrera contra el tiempo en la que la «Grande Armée» trataba de evitar ser masacrada mientras regresaba, de forma paulatina, hacia su cuartel general ubicado en Smolensk (primero) y hasta Francia (después). Por descontado, en el camino su retaguardia fue acosada por las unidades más veloces del ejército del Zar. Pintaban bastos para el corso, pero también para nuestros compatriotas. De hecho, los españoles de Llanza sufrieron un ataque el 25 de octubre que a punto estuvo de costarles la vida.
Cosacos rusos
«Mi división tuvo orden de escoltar [a una unidad] en castigo de haberse dejado tomar toda su artillería al amanecer del 25 por una emboscada de dos mil cosacos que, saliendo de un bosque, cortaron la columna, mataron a cuanto encontraron, desordenando espantosamente todo el convoy. Y en esta situación el Emperador se hallaba de paso entre él, y tuvo a buen partido el poner pies en polvorosa. Su guardia, tres edecanes y un general, fueron lanceados. […] No hubiéramos escapado tan felizmente si el rey de Nápoles, que estaba muy inmediato con toda su caballería, noticioso del riesgo que corría su amo, no hubiese avanzado con diez mil caballos».
En palabras de Llanza, lo que comenzó como una retirada ordenada por parte de la «Grande Armée» terminó en un desastre y en un caos generalizado cuando los jinetes rusos comenzaron a hostigar los flancos y la retaguardia francesa. «El 2 y el 3 de noviembre el cuerpo de ejército que sostenía la retirada fue atacado furiosamente y casi exterminado», añadía. Nuestros compatriotas se vieron obligados, durante todo ese trayecto, a comer la carne de los caballos muertos debido a la escasez de alimento y a abandonar todos sus pertrechos para ir más livianos. «¡Qué muebles tan preciosos se verían tirados y abandonados sobre aquellos campos! Los polacos me robaron mi equipaje», afirmó.
Final del infierno
Por si fuera poco, la situación se enrareció todavía más para los españoles cuando, en plena huida, recibieron la orden de atacar a un gigantesco contingente ruso ubicado en el barranco de Krassnow para cubrir la retirada del ejército galo. «[El mariscal] Ney, sin ver al enemigo a causa de la niebla, mandó a mi cuerpo a atacar a la bayoneta». Fue un desastre. Los rusos, que conocían el terreno, lanzaron un torrente de plomo contra los hispanos y provocaron una gran cantidad de bajas. El mismo Llanza fue herido y se vio obligado a arrastrarse hasta un pueblo cercano. «Después de haber andado como cosa de media hora, nos hallamos en un pueblecito donde se había reunido una multitud de hombres [...[ de los que yo era el único jefe», completó.
Para entonces la aventura rusa de Bonaparte ya estaba llegando a su fin y la única cosa en la que podía pensar el oficial español era en la rendición. Así pues, en cuanto Llanza se topó con una unidad rusa, decidió que había llegado el momento de capitular y acabar con aquel infierno de una vez por todas. Tuvo suerte, pues un coronel leal al Zar le solicitó mantener una conversación antes de que él se lo pidiera. Ya frente a frente, le dijo que «el príncipe Gallitzin, general del Ejército ruso, ofrecía a aquellas tropas un buen tratamiento si se rendían sin la mayor efusión de sangre». La conversación que se sucedió a continuación fue recogida por el hispano:
-«Señor: soy un desgraciado español...».
-«¡Español! Mi emperador no hace prisioneros a los españoles; vuestro país y el mío tienen estrecha alianza: los Ejércitos rusos protegen a todo español que la suerte ponga en nuestra manos».
-«Pues señor, tampoco nada tengo que tratar; yo, mis oficiales y soldados nos acogeremos a la protección de vuestro emperador, vuestro padre y general, y en cuanto a esta multitud podéis disponer de ella como os plaza».
Así terminó la injusticia perpetrada contra los españoles en el este. De hecho, los rusos respetaban tanto a nuestros soldados que una escolta de cosacos les acompañó durante el viaje que emprendieron por Rusia antes de regresar a la patria y, allí por donde pisaban, eran vitoreados por los que, hasta entonces, habían sido sus enemigos: «¡Hispanikis, hispanikis!».
Abc