“Odio el móvil de mi madre”, escribió el pequeño, de siete años. “Odio el teléfono de mi madre y desearía que no tuviera uno”. Junto al texto, una imagen gráfica también impactante: un móvil tachado y la cara de un niño -él mismo- exclamando “¡LO ODIO!”. Sorprendida por lo que acababa de ver, la maestra –Jen Adams Beason, profesora en un colegio de primaras de Estados Unidos- preguntó al resto de alumnos de la clase qué les parecían los teléfonos móviles, esos aparatos que tanto chiflan a los niños y que con tanta insistencia piden a los padres. Pues, sorprendentemente también, cuatro de los veintiún niños de clase dijeron que preferirían que los móviles no se hubieran inventado nunca.
¿Por qué? Es fácil deducirlo: porque les quitan tiempo con sus padres. Porque el tiempo en casa ya nunca más es tiempo en casa sino tiempo enganchados al trabajo, en cualquier lugar y todo el rato.
Mis hijas también han articulado varias veces su rechazo al móvil. Bueno, en realidad, no al móvil en sí, sino al uso que hacemos su padre y yo. “Mamá, por favor, deja el teléfono y hazme caso”, me han dicho alguna vez. Así que, cada vez que estoy con ellas me obligo –y les juro que es un esfuerzo importante- a dejar el teléfono encima de algún mueble y hacer oídos sordos a los pitidos constantes que me avisan de la llegada de algún mensaje, de algún correo, whatsapp, tuit, sms o sus múltiples vertientes. De vez en cuando, me acerco y le doy una ojeada. Y les aseguro que muy pocas veces había algo realmente urgente que no pudiera esperar los quince o veinte minutos que pasan entre ojeada y ojeada a la pantalla.
No podemos pervertir el tiempo que pasamos con nuestros hijos.
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