El monumental (y olvidado) palacio de los Habsburgo que los franceses arrasaron en Madrid

  04 Junio 2020    Leído: 395
El monumental (y olvidado) palacio de los Habsburgo que los franceses arrasaron en Madrid

El Palacio del Buen Retiro empezó su construcción en 1630 en torno a un pequeño cuarto real de tiempos de Felipe II, pero fue alcanzando unas dimensiones propias del Imperio español.

El Emperador Carlos V rehabilitó el Alcázar de Madrid con la idea de convertirlo en un símbolo de su dinastía y de la importancia que esta ciudad, por su posición geográfica, estaba cobrando en la esfera española. Su hijo Felipe II, además de instalar la corte en Madrid y su residencia en el Alcázar, construyó en la sierra un monumental palacio, El Escorial, que cumplía al mismo tiempo la función de sepulcro de su familia y nevera para pasar los calurosos veranos. De la mano de Felipe III se terminaron las obras de la Plaza Mayor, pero fue su sucesor, Felipe IV, quien verdaderamente alargó el idilio de los Habsburgo con la ciudad castellana ordenando levantar un conjunto arquitectónico de grandes dimensiones para hacer las veces de palacio de «retiro» (de ahí su nombre).

El capricho del Rey Planeta
El Palacio del Buen Retiro empezó su construcción en 1630 en torno a un pequeño cuarto real de tiempos de Felipe II. El Rey Prudente había pedido al arquitecto Luis de Vega que construyera este cuarto junto a la iglesia de San Jerónimo para emplearlo durante los periodos de cuaresma, penitencia o luto. Por sugerencia de su valido, el Conde-duque de Olivares, Felipe IV amplió la construcción de su abuelo para incluir también un lugar de habitaciones para su esposa y aprovechando la cesión de una gran cantidad de tierras del político al convento jerónimo.

Olivares, nombrado alcaide del real sitio, dirigió personalmente las obras y, junto a Giovanni Battista Crescenzi y a Alonso Carbonell, convirtieron el pequeño proyecto en algo más monumental, un lugar que sirviera de retiro para que, en palabras del Rey, «yo y mis sucesores pudiéramos, sin salir de esta corte, tener alivio y recreación».

La nueva residencia siguió el modelo del Alcázar, con una planta cuadrada con torres en las esquinas coronadas por chapiteles y un gran patio central. Las prisas de Olivares, sin embargo, dieron como resultado un palacio desparramado, anárquico en su estructura, sin un eje principal, pero de unas dimensiones impresionantes. Un poco lo que venía a ser el reinado del Rey Planeta… Un diplomático inglés criticó la mala planificación de un monumento que crecía a golpe de caprichos:

«Habría sido de desear que lo hubiesen construido con menos precipitación, tanto para hacerlo más seguro como para haberle dado un aspecto algo más regio».

Matías de Novoa, historiador y ayuda de cámara del Rey, consideraba «ridículo» la construcción de un palacio tan caro, para cuyo coste no quedaban oficios que vender, habiéndo ya tantos reales sitios a disposición del Monarca:

«Habíase dado ahora el Valido a labrar un edificio junto al convento real de San Jerónimo, ridículo y sin provecho y de todas maneras inútil, de paredes delgadas y de flacos fundamentos, desfavorecido de la naturaleza y del cielo, estéril y arenoso, queriendo forzarle a la fecundidad y al ornamento de las plantas a peso de dinero, no suyo ni de su patrimonio, sino de sisas de la villa, ventas de oficios, de gracias y otros negocios, como si necesitásemos de esta saca y que tuviera las propiedades de otros sitios que dieron esto con libertad, sin interés, ni violencia. Una habitación honesta y de sumo decoro para los retiros y funciones de los reyes, la hizo deliciosa y juglar [...]».

Un salón para homenajear las victorias Habsburgo
El Palacio del Buen Retiro sirvió para dar rienda suelta, sin salir de Madrid, a los numerosos festejos, representaciones teatrales, corridas de toros, juegos ecuestres, naumaquias y demás diversiones que caracterizaron a este reinado. A lo largo de los jardines había diseminadas una serie de ermitas (casi todas desaparecidas hoy, entre ellas la inmensa San Antonio de los Portugueses de la que solo quedan restos arqueológicos) para rezar y descansar el alma de tantas diversiones. Existía, además, la posibilidad para los miembros de la familia de navegar por un «estanque grande», que a su vez era usado para presentaciones teatrales con efectos marinos. «Fingen escaramuzas, juega la artillería y mosquetes [...]. Es cosa de ver y entretenimiento gustoso y poco cansado», señala un cronista sobre los usos del estanque.

La entrada al real sitio estaba presidida por la estatua de «Carlos V y el Furor», obra de Pompeo Leoni, hoy en el Museo del Prado. En la planta principal del ala norte se ubicaban los edificios más reseñables, entre ellos el Salón de Reinos, el Casón, el teatro y el coliseo (edificio de planta ovalada donde se representaron espectáculos con escenografías móviles).

Salvo alguna excepción, las estancias de este complejo palaciego no fueron decoradas con piezas de las colecciones reales, sino que el Conde-duque de Olivares tuvo que reunir una colección inédita que incluía muebles, tapices, esculturas y más de ochocientas pinturas, entre ellas «La fragua de Vulcano» y «El aguador de Sevilla», de Velázquez, «Ticio e Ixión», de José de ­Ribera, o «El juicio de París», de Rubens.

El Salón de Reinos, un recinto alargado de 34,6 metros de largo por 10 de ancho y 8 de alto, fue concebido como el gran salón de ceremonias y fiestas, un símbolo del poder pasado, presente y futuro de la dinastía. Según los testimonios recabados por los visitantes de este espacio ya desaparecido en su forma original, el interior estaba pintado de blanco, con arabescos dorados en las paredes. En la bóveda, precedida de numerosas ventanas, estaban situados los escudos de los veinticuatro reinos de la Monarquía española, toda una declaración de intenciones del valido, entonces sumido en su famosa «unión de armas» con la que buscaba implicar a todos los territorios hispánicos en la defensa del imperio.

Veintisiete pinturas encargadas para la ocasión decoraban las amplias paredes y, de paso, mandaban un mensaje a aliados y enemigos: España seguía siendo la potencia hegemónica. Esta colección, que vertebra hoy en día el Prado, estaba compuesta por doce grandes cuadros de batallas, entre ellas «La Rendición de Breda» y «La recuperación de Bahía de Todos los Santos»; diez escenas de la vida de Hércules, considerado el legendario fundador de la dinastía, pintadas por Zurbarán; y cinco retratos ecuestres del pincel de Velázquez en torno a las figuras de Felipe III y Felipe IV, sus respectivas esposas y el Príncipe Baltasar Carlos, el malogrado heredero del Rey Planeta.

Como explica el gran historiador Alfredo Alvar Ezquerra en su biografía «Felipe IV: El Grande» (La Esfera de los libros), «en el Salón de Reinos había desplegado un fastuoso programa político con una idea central, el triunfo de la Monarquía católica, la Monarquía de España, sobre la herejía y sus ejércitos, que, entonces, era tanto como representar el triunfo de la soberanía legítima sobre la sedición rebelde y herética».

De los Borbones a Napoleón
Entre 1658 y 1660, los Reyes dejaron de ir al palacio debido a la sucesión de desgracias familiares que acontecieron en esos años. Solo en 1661, y hasta la muerte del Rey Planeta, se recuperó parte del esplendor del lugar. El desdichado sucesor de Felipe IV, Carlos II El Hechizado, continuó usando el complejo palaciego para celebraciones cortesanas y lo situó, por su pasividad, en el objeto de numerosas reuniones políticas en torno a Juan José de Austria, hijo bastardo del anterior Monarca, que contaba con habitaciones en El Retiro. El exterior de los palacios permanecieron inertes en ese tiempo, con su característico estilo sencillo y materiales endebles, pero el interior siguió enriqueciéndose con más y más patrimonio artístico.

El cambio de dinastías incluso benefició al complejo. A su llegada a Madrid, Felipe V de Borbón se instaló en el solemne Real Alcázar, que en 1734 resultó destruido tras un incendio. El palacio medieval le pareció anticuado y desabrigado, por lo que incluso antes de empezar la construcción del actual Palacio Real la familia francesa ya empezó a pasar largas temporadas en el del Buen Retiro, que con su aspecto menos hosco y su cercanía a la naturaleza le recordaba a los palacios de Versalles y Marly, donde había pasado su infancia.

Si bien el primero de los Borbones encargó al arquitecto galo Robert de Cotte una serie de proyectos para renovar el palacio, lo complicado de la situación política y los altos costes impidieron que el complejo fuera rediseñado al estilo francés, con una entrada monumental y una remodelación completa de los jardines.

Las únicas obras que finalmente se realizaron estuvieran orientadas a remodelar el interior para adaptarlo a las necesidades y usos que exigía la etiqueta cortesana y al hecho de que, tras el incendio del Alcázar, era también sede del gobierno. Más de 300 cuadros salvados del fuego fueron trasladadas al Retiro, lo que sumado a las nuevas adquisiciones borbónicas situó el palacio como uno de los epicentros mundiales del arte.

El palacio se usó como residencia oficial de la dinastía hasta que, una vez terminado el Palacio Real en tiempos de Carlos III y Carlos IV, fue perdiendo importancia al mismo tiempo que el entorno floreció para un uso más popular dentro del programa ilustrado de estos reyes.

Durante la Guerra de Independencia fue empleado por Napoleón como cuartel general de sus ejércitos. Los jardines fueron excavados y desmontados, los árboles talados y numerosos edificios del real sitio fueron demolidos o convertidos en arsenales. Tras ser testigos de varios combates, el recinto quedó prácticamente arrasado y en el siguiente reinado fue necesario demolerlo casi entero. Con el tiempo tan solo quedaron en pie el Casón (uno de los edificios que hoy ocupa el Museo del Prado) y el ala donde se ubicaba el Salón de Reinos (convertido durante muchos años en Museo del Ejército).

abc


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