¿Por qué todos los exes se están enviando mensajes?

  01 Junio 2020    Leído: 602
¿Por qué todos los exes se están enviando mensajes?

Desde que The New York Post dijo que había muerto, no me había pasado que tantos amigos y amantes quisieran saber cómo estoy.

Uno de mis exes quiere saber cómo está mi nuevo perro. Otro pregunta si comerse tres hamburguesas con queso cuenta como ejercicio si lo hizo mientras descargaba la aplicación de Nike Training Club. Un tercero encontró un antiguo manuscrito mío.

A Dylan, mi ex más reciente, le preocupa sonar demasiado inmerso en el “espíritu de los tiempos” por contactarme por principio de cuentas, pero dados los tiempos —la pandemia, el hecho de que mi padre tiene asma y duerme con presión positiva continua en las vías aéreas— tiene curiosidad de saber cómo me va.

También he de confesarme culpable de querer interactuar, incluso si es solo con un nombre en la pantalla de alguien conocido.

Tiene que ver con una especie de cercanía. Mi amiga Jacqueline dice que “es como un tablero de Bingo de la pandemia”. Pero cuando podemos revisar en las redes sociales qué han estado haciendo los demás o simplemente confirmar que siguen vivos, ¿para qué molestar? ¿Para qué invocar el pasado?


Lo que realmente quería preguntarle a Dylan es qué hizo con las rosas. En febrero pasado, cuando se nos había hecho tarde para la reservación de San Valentín, metimos las rosas en su refrigerador y salimos corriendo. A la mañana siguiente, habíamos terminado.

En sus palabras, su personalidad era de andar aprisa. Raudo. Vas a algún lado. ¿A dónde? No te podía decir. Era listo, divertido y resuelto. Llevábamos juntos seis meses y lo iba a extrañar. Pero yo siempre había pensado que, sin importar lo agradable que fuera volver a estar en contacto, es más agradable no revivir viejos sentimientos de esperanza y desencanto. Así que por lo general opto por dar vuelta a la página.

“Me gustas mucho, pero, por favor, no me escribas”, le había dicho a Dylan esa última mañana en la cama, relegándolo al “cementerio de los amores difíciles” en mi cabeza, un lugar cercado. Esperaba que él hiciera lo mismo.

Ahora, estábamos refugiándonos en casa con nuestras familias en estados diferentes y él se había salido del cementerio y de repente estaba de nuevo entre los vivos con un: “Oye, he estado pensando en ti”.

No quise responder.

En cierto sentido, era un retroceso. Dylan y yo acabábamos de empezar a salir cuando, durante un medio día entero, estuve muerto. Luego, volví a la vida.

Sucedió a fines de agosto, la ciudad todavía se sentía pegajosa por el verano. Acababa de regresar de casa de un amigo en Nantucket, para darme un descanso de todo: los correos electrónicos, los trenes, las palomas, las interminables llamadas automatizadas que ofrecían ofertas genuinas. El avión aterrizó y corrí a casa a darme un regaderazo antes de la cita para cenar que él había planeado. Iba a pasar por mí. Me gustó eso.

Nos sentamos al lado de la calle en una mesa con el aire fresco de la noche. El asfalto estaba húmedo; podíamos escuchar las llantas de los autos al pasar. Un taxi se detuvo y tocó la bocina. Me encantaba estar ahí, inmerso en ese sentimiento. Me pareció que estaba atento a todo, excepto la extensión de mis propios brazos. Con una exclamación, tumbé mi copa de vino.

“Demonios”.

“¡Oye!”, dijo Dylan con una carcajada, tomando una servilleta.

Una cosa que cae y la noche que se derrama. Nuestro mesero nos dio una ronda gratis y nos hizo un guiño de lástima.

Para entonces, ya había muerto. Había caído de espaldas a cuatro pisos de altura hacia una calle de la ciudad no muy diferente a donde estábamos cenando. No obstante, la noticia de mi muerte no me llegó sino hasta la mañana siguiente. Dylan, a quien se le hacía tarde para ir al trabajo, se apresuró a vestirse mientras que yo me quedé en la cama y volví a dormir.

Mi teléfono comenzó a sonar.

“¿Max?”, dijo Jacqueline. “¿Eres tú?”.

“No”, respondí con un bostezo. “Es Barbara”.

“¿Qué?”.

“Barbara Walters”, dije.

“Hablo en serio”, exclamó. “¿Estás bien? ¿Estás a salvo?”.

Me envió el artículo del New York Post. Abrí el link. Con el altavoz activado en la llamada, ella comenzó a explicarme la situación. Tenía razón: según el artículo, otro Max McDonough, de la misma edad que yo, había caído a su muerte desde la azotea de un edificio del Upper East Side mientras estaba en una fiesta la noche anterior.

“¿No es ahí donde vive el nuevo tipo con el que estás saliendo?”, dijo. “Estaba tan preocupada. Pensé…”.

Estuvimos de acuerdo en lo extraña y terrible que era la conciencia. Hablamos un poco más, nos pusimos al día y nos despedimos.

Así continuó mi día, tomé un café en el local de mi vecindario. Como era un día soleado, caminé hasta Central Park y de regreso. No quise contestar las llamadas entrantes de varios números desconocidos. Pensé que eran llamadas automatizadas, que me ofrecían condonar mis préstamos estudiantiles (ajá).

Mi compañero de apartamento estaba cocinando tocino cuando regresé a la casa. Dije: “Tienes que ver esto” y le mostré el artículo. Para entonces era tarde y ya se había actualizado.

“¿Estás seguro de que no eres tú?”, dijo mientras el tocino chisporroteaba y explotaba. Luego, le cambió el rostro. “No, creo que definitivamente eres tú. Están diciendo que eres un ‘escritor borracho’ e incluyen un hipervínculo a tu sitio web”. Me devolvió el teléfono.

Me sentí un poco insultado, pensé que estaba haciéndose el tonto, pero era cierto. Desde la última vez que había revisado la noticia, el New York Post había actualizado el artículo para incluir mi información personal. Eso de “escritor borracho” eran las palabras que estaban escritas, no las de él.

Como por indicación de alguien, mi teléfono comenzó a sonar de nuevo. Otro número desconocido.

“Tal vez deberías contestar”, me dijo mi compañero de apartamento.

Contesté. “¿Diga?”.

“¿Hablo con Max McDonough?”, dijo una voz de hombre.

“Sí, soy Max McDonough”, dije. “¿Y usted es?”.

“Pero, ¿está seguro de que es Max McDonough?”, espetó la voz.

Resultó ser el esposo abogado del cofundador de la empresa para la que yo trabajaba. Cuando por fin lo convencí de que sí estaba vivo, dijo: “Los informes de tu muerte son bastante exagerados”.

Luego, otra llamada, esta vez de mi jefa, llorando: “¿Qué diablos? Un reportero llamó a Recursos Humanos. Estaba en el parque con mis hijos y a punto de llamar a tus padres. Estoy temblando de pies a cabeza”.

“Pero todo está bien”. No supe qué más decir. “Aquí estoy, caminando de un lado a otro de mi apartamento. Pero gracias a Dios no llamaste a mis padres”.

Más tarde, en persona, le contaría todo esto a Dylan. Pero al momento, solo le mandé el artículo con el mensaje: “¿Estoy muerto?”. Era un buen reportaje, aunque sin final.

Claro, la contraparte de la historia era que el otro Max McDonough de 27 años, que en realidad había caído. Tenía una familia que de verdad lamentaba su partida. Tal vez estaban tan lívidos como mi propia familia por toda la confusión, la falta de integridad, la equivocación.

No estaba seguro de cómo hablar de todo esto antes de la pandemia. Me parecía un espectáculo sin sentido, lo cual me hacía sentir vergüenza. Me sentí culpable por los amigos que trataron de comunicarse conmigo, bromeando con que debería alejarme de los balcones, los barandales y los techos. No había hablado con algunos de ellos desde hace años. Me dijeron lo que yo significaba para ellos, les dio gusto que estuviera vivo. Mientras que, en otra parte, estaba otra persona que sí había muerto.

Lo inesperado fue que algunos de sus amigos también se comunicaron conmigo —me enviaron correos electrónicos y mensajes directos— aterrados, pidiendo una aclaración. Tal vez esperaban no recibir una respuesta mía, lo cual habría sido una buena noticia, ¿tal vez?

La vida sigue, el trabajo continúa, el clima cambia. Me vi inmerso en el enamoramiento con Dylan. Durante meses, los dos caminamos a todas partes. Ya fuera que todo estuviera bien, o no, caminábamos. Hasta Washington Heights, de regreso al río Harlem y luego hasta el Upper East Side hasta que nos dolían los pies.

En estas caminatas, en las que íbamos del brazo, no podía evitar preguntarme en qué calle había sucedido, de qué edificio había caído el otro Max. El Max que podría haber sido yo, pero que no era. Yo, en cambio, estaba aquí, con Dylan. Le sudaban las manos. Y, ¿a dónde íbamos? A una pastelería, a la estación del tren, al río, un beso, reservaciones para cenar, rosas en el refrigerador.

A esto me refiero con traer de vuelta el pasado. Es un círculo, del cual es difícil salir.

Me parece que, cuando anunciaron mi muerte, me di una pequeña idea de lo que la pandemia ha agudizado en todos: una dosis de incertidumbre, un recordatorio de nuestra mortalidad, una síntesis de lo que importa. Nos preocupa nuestra persona y nuestros seres queridos. Nos preguntamos de nuevas maneras: ¿qué significa para nosotros estar vivos?

Tal vez es por eso que los exes se están escribiendo. Todos tenemos esos momentos que reaparecen en nuestra mente de vez en cuando. Son específicos y fisiológicos y algunas veces, cuando tememos una pérdida, están por encima del ruido de la vida cotidiana.

No sé cuál sería el momento de Dylan. En mi caso, es la noche en que se publicó el artículo que anunciaba mi muerte, después del vino derramado, pero antes del taxi a casa, su risa en el aire húmedo, la luz cálida, el claxon perdido de un automóvil y la sensación de que algo estaba por pasar, algo importante, aunque no podía decir qué.

Me tomó unas horas decidirme a romper el silencio, pero ya sabía que lo haría. “También pienso en ti”, tecleé.

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