Michael Caine , el adiós eterno del héroe de la clase trabajadora

  25 Febrero 2019    Leído: 1039
  Michael Caine  , el adiós eterno del héroe de la clase trabajadora

El actor firma 'La gran vida (The Elefant to Hollywood)', oficialmente su segunda biografía. Se trata de un recorrido sin pudor ni prejuicios por una vida tan brillante y plagada de éxitos como ciertamente improbable.

El barrio londinense de Elephant & Castle quedaba a años luz de los estudios y las mansiones de Hollywood, sobre todo si eras un chaval nacido en 1933, hijo de una asistenta y un mozo de la lonja de pescado de Billingsgate. El actor que varias generaciones de cinéfilos conocen con el nombre de Michael Caine, tras más de 170 películas y seis décadas dedicadas al cine, recuerda cómo consiguió acortar la distancia entre uno y otro lugar en La gran vida (The Elephant to Hollywood) (Ed. Fulgencio Pimentel), su segunda autobiografía tras Mi vida y yo. «Este libro no es un mamotreto escrito por un actor viejo y vanidoso», advierte Caine desde el mismo prólogo. «Soy, por encima de todo, un cómico, así que pueden ustedes reír a su antojo».

Su mirada socarrona, más inglesa que el té de las cinco, colabora con la causa, aunque su infancia y su juventud no fueron precisamente cosa de risa. Además de crecer en el seno de una familia obrera, Maurice Joseph Micklewhite (su nombre antes de cambiarlo por el de Michael Caine, fruto de su admiración por Humphrey Bogart y la película El motín del Caine), se veía como un incomprendido: cuando decía que quería ser actor su entorno se lo tomaba a guasa. En sus propias palabras, tenía «ojos ridículos, orejas de soplillo y, para colmo, era raquítico». Aún así, los pesados párpados fruto de una blefaritis de nacimiento y los zapatos ortopédicos no le impidieron subir a un escenario. De hecho, empezó a actuar muy pronto: «Mi primera lección de interpretación me la dio mi madre cuando yo tenía 3 años. Éramos pobres y a veces mamá se retrasaba en el pago de las facturas, así que cada vez que el casero venía a cobrar el alquiler, se escondía detrás de la puerta mientras yo abría y repetía, con gran precisión, mi primera frase: 'Mi mamá no está'».

Tampoco faltó la experiencia traumática como soldado en la guerra de Corea, ni la malaria posterior, ni siquiera unos años en los que sobrevivir con pequeños papeles en el teatro parecía una quimera. Pero la vida da muchas vueltas y la de Michael Caine dio un vuelco en apenas unos años: tras varios papeles en televisión y el éxito de Zulú, en 1966 se metería en la piel de Alfie, la película que lo lanzó al estrellato y le dio esa imagen de conquistador de encanto irresistible. Fue, además, uno de los primeros actores ingleses en encarnar al héroe de clase trabajadora. No formaba parte de la estirpe británica de intérpretes estirados y snobs, él era un orgulloso cockney que encarnaba los valores del londinense de a pie.

«El teatro fue una mujer a la que quise y que me trató como a una mierda,mientras que las películas resultaron ser una amante con la que podía hacer lo que quisiera», rememora en otro pasaje de un libro cuajado de anécdotas, sobre todo relacionadas con sus primeros encuentros con actores y actrices a los que admiraba y que, para su sorpresa, pronto lo verían como a uno más del gremio. Buen ejemplo de ello son los consejos de John Wayne («Habla bajo, habla lento y no hables mucho») o las patochadas dignas de su amigo Peter Sellers cuando conoció a Brigitte Bardot. Tampoco falta su punzante sentido del humor, como cuando describe el rodaje en Alaska junto a Steven Seagal de En tierra peligrosa.«Había roto una de las reglas de oro de las películas malas: si vas a hacer un bodrio, al menos hazlo en una excelente localización. Y allí estaba yo, haciendo una película en la que el trabajo me congelaba el cerebro y el clima me congelaba el culo».

Es una lástima que Caine dedique más páginas a sus negocios de hostelería (llegó a tener siete restaurantes) o a la receta de los caracoles con mantequilla que al rodaje de obras maestras como El hombre que pudo reinar o a la efervescencia del swinging London de los años 60, que sí exploró a fondo en el reciente documental My generation. Aunque dice repudiar el oropel hollywoodiense, cada vez que puede nos recuerda lo bien que se siente uno entre caviar y champán, rodeado de amigos de la alta sociedad. Pero, como el Milo Tindle de La huella, no puedes fiarte de él: por cada vez que se muestra como el nuevo rico cegado por el glamour,hay algún detalle brillante de películas como Hannah y sus hermanas o El americano impasible. Y las que le quedan: a sus 85 años sigue en activo... al menos, hasta que el cuerpo aguante. «Cuando me retire no habrá fanfarrias ni declaraciones públicas. Soy un viejo soldado y simplemente me iré desvaneciendo de la vida pública para refugiarme en el abrazo de mi familia».

Elmundo 


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