Hillary Clinton es el único obstáculo entre Donald Trump y la Casa Blanca. El multimillonario neoyorquino será el candidato del Partido Republicano a las elecciones presidenciales de noviembre. Su victoria, el martes, en las primarias de Indiana, y la retirada del senador por Texas Ted Cruz y el gobernador de Ohio John Kasich, le deja sin rivales. Trump, de 69 años, ha conectado con el malestar de las bases republicanas gracias a su retórica contra los inmigrantes y las élites. Impopular entre otros sectores del electorado, afronta una campaña complicada contra Clinton, de 68 años, probable candidata del Partido Demócrata.
La posibilidad de que Trump sea el próximo presidente de Estados Unidos, el comandante en jefe de la primera potencia mundial, el hombre que accederá al botón nuclear y dirigirá las fuerzas armadas más poderosas de la historia, es más real que nunca.
Tras superar la prueba dificilísima de las elecciones primarias —un proceso extenuante de casi un año, un examen que en el pasado ha dejado en la cuneta a talentos enormes—, está a un paso de la Casa Blanca. Entre él —un multimillonario que agita la ira contra el establishment— y este objetivo se interpondrá, salvo una sorpresa mayor, la ex secretaria de Estado, exsenadora y ex primera dama Clinton.
Clinton es una de las figuras con mayor experiencia en la política de EE UU, y una de las más identificadas con el vilipendiado establishment, el nebuloso conglomerado de élites políticas y económicas de Washington y Nueva York. Perdió el martes en las primarias demócratas de Indiana ante su rival, el senador por Vermont Bernie Sanders, pero matemáticamente es casi imposible que Sanders le impida coronarse como nominada en julio, una vez haya concluido oficialmente el proceso de primarias.
Trump y Clinton pertenecen a la misma generación. Ambos están vinculados a Nueva York: el primero, por nacimiento; la segunda, porque convirtió la ciudad y el estado en feudo político en su etapa de senadora. Ambos coincidieron en algún momento en el mismo círculo social, el de la beautiful people político-empresarial neoyorquino. Trump donó dinero a campañas de los Clinton.
Aquí terminan los parecidos. Trump es un no-político: si en noviembre ganase sería el primer presidente sin experiencia en la gestión de lo público desde Dwight Eisenhower en 1953 (con una diferencia: el general Eisenhower había ganado la Segunda Guerra Mundial). Hasta hace unos meses se le veía como a un personaje estrafalario sin capacidad para desempeñar cargos públicos, una figura más propia de los programas de telerrealidad o las revistas del corazón que de la alta política. Minusvalorarlo fue el primer error de sus adversarios.
A los más devotos de Clinton les gusta decir que, si gana en noviembre, no sólo será la primera mujer en el cargo. Añaden que nunca, desde el fundador George Washington, habrá habido otro presidente con tanta experiencia como ella. Exageran, pero la aspirante demócrata exhibe un currículum incomparable con el de la mayoría de sus antecesores, incluido su marido, Bill, que fue presidente entre 1993 y 2001.
Los números, observados fríamente, son inquietantes para Trump y el Partido Republicano. Tras ofender o insultar durante la campaña a latinos, musulmanes, mujeres, negros, discapacitados físicos y a los propios conservadores, Trump tiene a la mayoría del país en contra.
La media de los principales sondeos otorga una ventaja de más de seis puntos a Clinton sobre Trump. Le ve desfavorablemente un 67% de estadounidenses, un 75% de mujeres, un 74% de jóvenes, un 91% de negros, un 81% de latinos, un 73% de blancos con educación superior, un 66% de mujeres blancas y un 72% de moderados, según un sondeo reciente del Washington Post y ABC.
No significa que las cifras no puedan cambiar: para esto sirven las campañas. Y, aunque Trump es el candidato más impopular de las últimas décadas, Clinton, lastrada por décadas bajo los focos y el aura de sospecha que siempre rodea a su familia, es la segunda. Esta será una campaña de políticos impopulares.
Más allá de los nombres, el republicano tiene en contra el mapa electoral. El presidente de EE UU no es quien recibe más votos en las urnas: cada estado tiene asignado un número de votos electorales y, quien gana el estado, se los lleva todos. Gana las elecciones quien llega a los 270 votos. Los estados que votan fielmente a los demócratas, más urbanos y poblados, superan en votos electorales a los que votan republicano, rurales y en el interior. Es decir, el Partido Demócrata parte con ventaja. Trump necesitaría conquistar muchos feudos demócratas y seducir a votantes que lo ven con hostilidad.
Pero nada en esta campaña es seguro. Pocos anticiparon la nominación del magnate inmobiliario y showman televisivo. Trump rediseña las reglas: pocas lecciones de campañas anteriores sirven ahora. “Ha obligado al mundo político a ingerir una dosis considerable de humildad”, escribe el profesor Larry Sabato, de la Universidad de Virginia, uno de los pitonisos electorales más fiables.
Los republicanos sueñan con que el caso de los emails —el servidor privado que Clinton usó siendo secretaria de Estado— acabe en manos de la justicia. Lo imprevisto forma parte de toda elección —una catástrofe, un atentado, un percance de salud, un escándalo— y Trump ha hecho de su imprevisibilidad una de las armas electorales más eficaces.
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