No muy lejos, a una manzana de Union Square, hay una tienda de Guitar Center. Es la mayor cadena del país. El clima que se respira es parecido. Los dependientes evitan ser apocalípticos, pero explican que los jóvenes tienen hoy otros gustos. Taylor Swift, comentan, es una gran guitarrista, pero sus seguidores no van corriendo a comprar el instrumento tras escuchar cómo toca los acordes. Hace unos años la cadena optó por ir a contracorriente y abrió más tiendas por todo EE UU, esperando generar un efecto como el de los Apple Stores con el iPhone. Dio por hecho que los clientes se verían más tentados a comprar el instrumento si podían probarlo. La tienda que tiene en Times Square es enorme, con nueve estudios de grabación, clases de música y el alquiler de instrumentos. En ese mismo local se exhibe la guitarra favorita de Eric Clapton, una Blackie Stratocaster de Fender que la cadena adquirió por casi un millón de dólares en una subasta. Marcó un récord. Pero toda la apuesta le salió mal y ahora Guitar Center está hundida en deudas.
La crisis de esta gran tienda es en parte lo que arrastró a la suspensión de pagos a Gibson Brands a comienzos de este mes. El bache por el que atraviesa el legendario fabricante de guitarras como la Les Paul o la Humminbird, con cerca de 120 años de historia, disparó las alarmas en Nashville, la capital del country y sede de la firma. La compañía afronta una deuda de unos 500 millones de dólares y para salvarse quedará en manos de sus principales acreedores.
No es que las ventas de guitarras estén muertas, pero sí atraviesan una crisis de identidad generacional. Los héroes de la guitarra son ahora muchos menos y más dispersos. El rap y hip-hop venden más que otras formas de música y no necesitan de un instrumento tan reconocible para llegar al público. El cambio demográfico explica en gran medida cómo las ventas de guitarras eléctricas cayeron de 1,5 millones de unidades a un millón durante la última década en EE UU. Es también consecuencia de la necesidad de gratificación inmediata que tienen los consumidores. Los jóvenes no solo no quieren tocar un instrumento que ven anticuado, sino que son pocos los que están dispuestos a dedicarle el tiempo necesario para llegar a un nivel alto o profesional.
El fabricante de las guitarras Fender también sufre esta espiral negativa en sus cuentas, aunque sin llegar al extremo de Gibson. Fender aspiró incluso a ser una empresa cotizada, pero abandonó la idea en 2012 por las pobres condiciones de mercado. El dinero que esperaba recaudar iba a utilizarlo para rebajar su deuda. Pero los inversores no mostraron nada de entusiasmo. Entendieron que tras la última recesión, sus guitarras eléctricas y las de Gibson ya son un producto de lujo con precios que pocos pueden y quieren pagar. Además, una copia de la Stratocaster se puede comprar a precios más baratos en los hipermercados de Costco y de Walmart.
Todo esto sucede mientras los sintetizadores de sonido, los teclados y la percusión electrónica se convierten en la norma de la música popular. Conforme el rock fue perdiendo influencia, los adolescentes que se interesan por crear música empezaron a destinar el dinero a ordenadores, programas informáticos y dispositivos electrónicos para producir. Las bandas que se formaban en los garajes de los suburbios, la sangre de las guitarras eléctricas, empezaron a desaparecer mientras ocupaban su lugar la música mezclada en un portátil.
Los ingresos de Gibson cayeron de 2.100 millones a 1.700 millones de dólares en los últimos tres años. Pero la culpa no es solo del comercio electrónico, el streaming, los videojuegos o el interés de las discográficas por nuevos géneros musicales como el dance o el hip-hop. Tampoco por el frenesí de la vida moderna. Los problemas financieros de los fabricantes de guitarras eléctricas son también fruto de una estrategia equivocada. Henry Juszkiewicz, su consejero delegado, admite que parte de la deuda que acumula se explica por compras apalancadas que hizo para diversificar su negocio, como los auriculares de Philips, de los que ahora va a desprenderse.
El fin de los garajes
La industria no pierde la esperanza. Andy Mooney, consejero delegado de Fender, cree “exagerado” hablar de la muerte de la guitarra eléctrica. Tal vez porque se fía de la creciente influencia de cadenas como School of Rock, que atrae a los alumnos presentando la música como una actividad social, creando grupos que la practican como si fueran una banda y hasta montan recitales para ellos. Organizan unos 3.000 conciertos al año por el mundo.
Fender también lazó el pasado verano un servicio por suscripción para empezar a aprender a tocar la guitarra y esta diseñando nuevos modelos de amplificadores que utilizan bluetooth, conexión inalámbrica a Internet, y que equipan procesadores que permiten utilizar una gama infinita de efectos de sonido y tonos previamente instalados, en lugar de utilizar pedales dispersos por el escenario. El reto —y la oportunidad— es conseguir que cualquier persona adopte el instrumento creando su primera canción. Puede que los amplificadores y las aplicaciones móviles ayuden a la generación de Ariana Grande o Justin Bieber a engancharse a la guitarra eléctrica. Pero muy distinto es que sean tan fanáticos de los riffs como lo fueron sus padres.
El pais.es
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