Salvador Sobral ha dejado de llorar. Desde el sábado ya no será ‘el último ganador de Eurovisión’; se olvidarán de él, no le saldrán gratis las carreras de taxi, cierto, pero los focos apuntarán para otro lado.
Muchos han ganado Eurovisión, pero nadie como él, con 758 puntos, con 18 países de los 41 participantes (quitando el suyo) dándole la puntuación máxima, rompiendo esquemas y prejuicios, del Este y del Oeste. Un año vivido en el alambre. En una entrevista a RTP, Sobral (Lisboa, 1989) resume irónicamente su 2017: “Nada especial, gano Eurovisión y me cambio el corazón; lo normal”.
Aún tiene la cara hinchada por la medicación y el diafragma le va bajando poco a poco a su posición original, que le permite modular su inconfundible tono de voz. Desde la operación se ha habituado a responder a la macabra pregunta de si canta igual con otro corazón. “Espero que sí”, dice, “el corazón es un músculo, ¿no? La música está en el alma”.
El mundo de Salvador Sobral era/es el opuesto a Eurovisión; su canción Amar por los dos, también. Lo normal era haber regresado a Portugal con cero puntos, como tantas otras propuestas estrafalarias de su historia (sin ir más lejos,Remedios Amaya y ¿Quién maneja mi barca?). En ese finísimo filo que separa el ridículo y la admiración, a Sobral le salió cara.
“De repente me sentí Ronaldo”, dice. El hombre que odiaba Eurovisión, que había huido del reality televisivo Ídolos, era recibido en el aeropuerto como si hubiera ganado la Champions; en la Asamblea de la República, todos los diputados se ponían en pie, algo que no consiguen ni los muertos.
Su disco Excuse me pasaba de guardapolvos a superventas; los auditorios se abrían para él cuando antes luchaba por un rincón en los bares. Pero el exceso y el peso de la responsabilidad no son para él. “Me harté de llorar”, recuerda. Dice que lleva mejor la presión mediática y el cariño de la gente, pero eso no significa que firme autógrafos o pose para selfies. Con sus dulces modales, ha conseguido lo contrario, que sea el público quien se adapte a él. En los íntimos conciertos de la fábrica Braço de Prata no es necesario, pero en los auditorios sí que prohibía a la gente fotografiarle durante la actuación. “Les prometo que si no hacen fotos, en los bises me dejo hacer todas las que quieran”, anunciaba en su concierto de despedida de Estoril, “antes de poner mi cuerpo en manos de la ciencia”.
Tanto cariño le abruma, así que cuando quiere que le castiguen viaja a París. “¡Cabrones!, adoro que me traten mal”, confiesa en una entrevista al diario portugués Público. Reconoce que está más en paz consigo mismo y con las contradicciones de la vida, con odiar Eurovisión y, al mismo tiempo, deberle la posibilidad de hacer lo que le gusta; huir de la fama y que te persiga. “La fama es una forma falsa de salir a la calle”, le ha escrito Gonçalo Tavares en Nada que esperar, una canción de su próximo disco.
Esquivo a la prensa, esquivo al público, esquivo a la misma Eurovisión -solo ha oído la canción de Israel, que le parece horrible- sus fugaces e imprevisibles presencias en conciertos de otros ya forman parte de las leyendas urbanas lisboetas. Sin actuaciones públicas por prescripción facultativa y artística antes de Eurovisión, el domingo 29 de abril se presentó en una casa del barrio de Santa Caterina para cantar boleros a sus amigos Ricardo y Joanna, de Lisboa Living Room.
Sobral ha cambiado de corazón y también un poquito de alma. Protagonista de jam sessions con su banda, ahora se apunta a otra más, Alma Nuestra. El pianista Víctor Zamora, el batería André Sousa y el bajo Nelson Cascais acompañan su voz melosa para interpretar un viejo amor: el bolero. En 2011 descubrió el álbum de Caetano Veloso Fina estampa y se enamoró de los ritmos latinos, que Sobral funde con el jazz y su sentimiento.
Ahora, cuando los focos pasen de largo, pero sus conciertos continúen, Salvador Sobral quiere viajar por Latinoamérica, “por Venezuela, por Colombia, cantando y descubriendo sus culturas, que me tienen pillado”. Porque Sobral ha dejado de llorar y, como ya decía Salomé en el festival de 1969, “vive cantando”.
ElPais
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