Pío, pío, que yo no he sido

  11 Abril 2016    Leído: 802
Pío, pío, que yo no he sido
Mariano Rajoy, el sábado pasado en un acto del PP. ALBERT GARCÍA Atlas
Los candidatos jugarán a echarse la culpa de la repetición electoral, aunque el crimen ha sido colectivo

RUBÉN AMÓN


¿De quién ha sido la culpa? La campaña electoral del 26-J, que empezó el 21-D, ha adquirido una dimensión infantil, pío, pío, que yo no he sido. Se trata no ya de eludir la responsabilidad del gatillazo, sino de atribuírsela al adversario, pretendiendo al mismo tiempo contener la hipotética fuga del elector volátil o del ciudadano desengañado.

¿De quién ha sido la culpa? Parecernos encontrarnos en un "crimen" colectivo, como sucede en Asesinato en el Orient Express. Por eso no es sencillo restringir la responsabilidad a un solo aspirante. Al cabo, la pasividad de Rajoy se ha probado tan desesperante como la hiperactividad de Sánchez, cuyo principal escarmiento ha consistido en confundir la acción, mucha, con el resultado, mínimo. El líder socialista ha agitado los brazos desesperadamente para mantenerse a flote, pero no ha alcanzado la orilla. Peor aún, los cantos de sirena de Iglesias lo han desfigurado contra las rocas.

¿Fue entonces la culpa de Pablo? El flirteo con el PSOE ha expuesto a Podemos a una crisis interna que se ha resuelto con la purga del errejonismo, aunque la ruptura se antojaba inevitable desde el momento en que Sánchez formalizó su acuerdo con Ciudadanos. Rivera e Iglesias pueden compartir algunas reformas —ley electoral, independencia judicial, retoques constitucionales—, pero la discrepancia del modelo territorial y del proyecto económico contradecía la ilusión del ménage-à-trois.

A Sánchez le convenía exagerarlo para prolongar su liderazgo y su expectativa de presidenciable después del batacazo del 20-D. El problema es que la ambición de la supervivencia le ha obligado a sujetarse a los dogmas del comité federal —rechazo al pacto nacionalista, reservas extremas a Podemos— y a prestarse al gabinete sadomasoquista de Iglesias. Que un día lo embadurnaba de cal y otro paseaba de la mano por la Carrera de San Jerónimo. Ha sido Iglesias un maltratador político. Cada expectativa de acuerdo encontraba la contradicción de un cortafuegos, fundamentalmente porque el objetivo de Sánchez y de Iglesias, extrapolable a sus respectivas formaciones, parece el mismo: acabar el uno con el otro.

Es comprensible la satisfacción de Rajoy. No ha conseguido el objetivo de presidir un Gobierno transversal, pero el dontancredismo, la creatividad pasiva, la conducta zen e indolente, le han permitido sobrevivir a la "segunda vuelta", fingiendo ahora querer evitarla con un gesto extremo de acercamiento a los socialistas. Una oferta táctica de última hora que no pretende ni la adhesión del PSOE ni la castración de Sánchez como pelele de la vicepresidencia, sino que aspira a exteriorizar sus buenas intenciones. Demostrar que la culpa no es suya. Prevenirse del castigo electoral que puedan proporcionar al PP cinco meses de colapso institucional.

Premian las encuestas la flexibilidad de Albert Rivera en la virtud de la bisagra. No concediéndole grandes expectativas, pero sí ubicándolo como una pareja de baile necesaria en el centro de la pista. O como la única solución a la paradoja que arrojarían reencontrarse el 26-J con unos resultados idénticos a los actuales.

Se avecina una campaña agotadora, reiterativa, desesperante. Y se presume un retroceso de participación a la altura del desengaño, aunque la gran incógnita consiste en despejar cuántos votantes que se ilusionaron con la promesa del cambio y de a nueva edad política acudirán a las urnas para despecharse en la urna de castigo.

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