Los teotihuacanos convivían con sus dioses casi como si fueran vecinos. A veces la distancia era tan corta como unas piedrotas verdes de metro y medio encajadas en fosas. Subido a los primeros escalones de la pirámide, el sacerdote echaba un par de tragos y el resto del pulque lo lanzaba sobre las rocas semienterradas. El baño de agave fermentado, de chía o de sangre era la tarjeta ritual de visita a las puertas del inframundo, lugar de abundancia, fertilidad y vida, el lugar donde habitan los dioses.
Las piedras, pulidas y estilizadas, funcionaban como los pilares que sostenían desde abajo el peso del mundo, como unas autopistas verticales y azules por las que los mortales bajaban solo hechos fiambre y por las que los dioses subían para pasearse entre los vivos.
La semana pasada, los arqueólogos del Instituto de Antropología mexicano encontraron cinco de estas piedras en la orilla de la pirámide de la Luna, uno de los epicentros de la fastuosa ciudad de Teotihuacán, una megalópolis de más de 100.000 habitantes —comparable con Roma o Alejandría— levantada en el I d.C. y que se mantuvo en pie cerca de siete siglos.
Sucede algo parecido caminando por los oscuros pasillos de las catedrales románicas. Uno se marea un poco al imaginar a cientos y cientos de familias en procesión por los dos kilómetros de la Calzada de los Muertos cargados de conchas y cantos de río para pedir a Tláloc y a Chalchiuhtlicue que asomen la cabeza y envíen un mensaje en forma de gotas de lluvia. “La plaza de la Luna es un espacio de culto público, donde predominaban los ritos a deidades acuáticas, que salían del inframundo para intervenir en la vida de la comunidad y luego volvían a su hogar. Eran cultos de germinación, tan importantes para una sociedad agrícola. El agua traía prosperidad”, explica la arqueóloga Verónica Ortega Cabrera desde dentro de una de las fosas. El equipo de investigación, el primero que rastrea la zona desde los años 60, ha colocado un tejado metálico sobre su hallazgo. Quieren protegerlo de la lluvia que tanto deseaban los teotihuacanos para regar sus campos de maíz, frijol, amaranto o chile.
A la sombra, el azul es más nítido. Son piedras jade, un material fetiche para muchas culturas mesoamericanas que aparece en los yacimientos fluviales. El jade adorna también la falda de Chalchiuhtlicue, la diosa de la pirámide de la Luna y símbolo de las aguas terrestres. Ríos. Lagos. Mares. Su reverso, Tlaloc, bigote enroscado, colmillos de jaguar y anteojos con forma de cocha, es el dios de las aguas celestes. Lluvia. Nieve. Granizo.
“Pese a ser una sociedad politeísta, había uno que predominaba. Tláloc era el dios tutelar en Teotihuacán, con el que se identificaba a los gobernantes y a quién se erigió la pirámide del Sol. Chalchiuhtlicue era su parte femenina. Siempre había dos dioses interactuando”, explica Ortega. Como parte de una cosmovisión holística e integral, en la matriz originaria del inframundo se batía una tensión dual: hombre/mujer, sol/luna, caliente/frío, fuego/agua. “La interacción entre estos dos dioses es algo que estamos intentando entender con más precisión”, indica la arqueóloga, que seguirá sus trabajos hasta final de año.
El hallazgo podría corresponder a la primera época de la ciudad, antes incluso de finalizar la construcción de la pirámide de la Luna. Los investigadores creen que a partir del 200 d. C. las fosas fueron selladas con las piedras dentro: “Probablemente se produjo un cambio político y religioso. Hubo un desplazamiento hacia otros dioses más trascendentales en esa época”. En la superficie, unos 25 metros cuadrados, se conserva otro espacio ritual, un cosmograma formado por diez pequeños altares que corresponden con los puntos cardinales. Es un quincunce, otro ombligo del mundo con resonancias mixtecas y olmecas, la gran civilización del periodo preclásico.
Siete siglos antes de que los mexicas la descubrieran ya en ruinas y fascinados por su majestuosidad la bautizaran en náhuatl con el nombre actual, la ciudad fue el gran pulmón del centro de México. Teotihuacán, la ciudad construida por los dioses, sigue escondiendo misteriosos agujeros. No se ha encontrado material escrito. No se sabe cuál era su idioma, es probable que el olmeca. No hay tumbas de los gobernantes y se especula que su organización, a diferencia de sus contemporáneos mayas, fue más corporativa que dinástica. “Aun sabemos muy poco. Era una sociedad organizada por gremios, tan compleja y rica que por eso duró siete siglos”.
Tampoco se conocen los motivos de su ocaso. Quizá un cambio climático, una sequía prologada obligó a abandonar la ciudad. Quizá Tláloc se cansó de ordenar a sus ayudantes, los tlaloques, que rompieran las ollas donde guardaba el agua para que estallaran los truenos y brotara la lluvia.
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