“Me hice guardia rojo porque la mayoría de nosotros, los hijos de mandos, habíamos recibido una educación comunista y revolucionaria que enfatizaba la lucha de clases. Se nos había inculcado que estábamos llamados a dirigir el país bajo el liderazgo del presidente Mao y había que obedecerle. La mayoría de los guardias rojos veníamos de ese ambiente, compartíamos esa educación y esos ideales”, explica en una entrevista telefónica.
Al principio todo parecía maravilloso, estaban creando -a sus ojos- un mundo nuevo libre de las viejas ataduras: la vieja cultura, las viejas ideas, las viejas costumbres, la vieja educación. Mao era Dios, y su libro rojo, la Biblia. Se habían abolido las escuelas y los guardias rojos podían viajar gratuitamente en tren para llevar la revolución a todos los rincones del país. Pero el 5 de agosto de 1967 la vida dio un vuelco para Wang.
“Un compañero de clase me dijo que uno de nuestros amigos había sido atacado y humillado por otra facción. Inmediatamente reuní a otros compañeros y fuimos a la escuela a vengarnos. Mi única obsesión era devolver el golpe. En seguida, la pelea se convirtió en un amasijo de gente enfurecida”, cuenta.
En medio del caos, un muchacho de su edad, vestido con un mono de obrero, le golpeó en el brazo con un ladrillo. “Le perseguí como loco. Le golpeé primero en la nuca con un bate de madera muy pesado. Él cayó deslizándose por una pendiente como si fuera una bolsa vacía… Cuando intentó levantarse, volví a estamparle el bate en la frente. El bate quedó salpicado de sangre. Ahí le dejé y me fui a perseguir a otros, sin darme cuenta de lo serios que habían sido mis golpes”.
Esa misma noche, cuenta, llamó a la Policía para inculparse. Pero en medio del caos en que se había convertido el país, nadie le hizo caso. Acabaría encarcelado por esa muerte en diciembre, aunque solo cumplió nueve meses entre rejas. “Los padres del chico dieron permiso para que me pusieran en libertad. Eran buenas personas y quisieron perdonarme”.
Desde entonces, padeció con frecuencia pesadillas que le recordaban el homicidio. Vagó de un lado a otro. Trabajó en varias granjas, sirvió en el Ejército y en empresas estatales hasta asentarse en el establo donde hoy trabaja. En 1971 perdió un ojo en un accidente. “Siempre he creído en el karma. Si haces mal a otros, lo acabas pagando”.
Hoy día se declara completamente opuesto a la Revolución Cultural y a todo lo que significó. Cerca de 2 millones de muertos, generaciones enteras perdidas, una economía y un patrimonio cultural hechos jirones y una sociedad profundamente traumatizada. “Era un sistema basado en la complicidad para perpetrar crímenes”. Pero, justifica, “a los hijos de los mandos nos habían educado así, había que obedecer al presidente Mao. Nos habían lavado el cerebro a todos”.
El arrepentimiento por la muerte del muchacho nunca le abandonó. Finalmente, en 2008 publicó un artículo en una revista histórica china en la que contaba su caso y pedía perdón. Fue uno de los primeros, y de los pocos, que han dado ese paso. Otras confesiones han recibido duras críticas de los ciudadanos e incluso advertencias del régimen.
Pese a que hayan transcurrido ya 50 años desde el comienzo de la campaña, China apenas ha dado pasos para asumir lo que ocurrió. El lunes ha transcurrido sin ningún acto oficial. Aquellos que sufrieron entonces prefieren no revivir lo que en muchos casos fueron los momentos más amargos de sus vidas. Y el Partido Comunista, único instigador de aquella barbarie, no quiere pasar revista al papel que desempeñó, para no poner en duda la legitimidad de su mando.
“Como el Partido fue el que inició todo aquello, prefiere que la gente olvide el pasado. Hay un rechazo a recordar, y la causa de que lo haya es el sistema político”, cuenta Wang. En su opinión, “si no se reforma el sistema, no podrá haber una verdadera reconciliación o una disculpa oficial. Sin democracia, es imposible resolver este problema histórico pendiente”.
El antiguo guardia rojo lanza también una advertencia: “Estoy seguro de que la Revolución Cultural se repetirá si continúa este sistema político. Al fin y al cabo, aquello fue una inmensa purga política que vino desde arriba. No la empezaron las masas, fue el resultado de una dictadura. En tanto continúe el mismo sistema, el líder que haya, no importa quién sea, usará el sistema para consolidar su mandato y garantizar sus intereses".
Wang atribuye a la mala acogida y al desencanto el hecho de que, después de una etapa más prolífica entre 2012 y 2013, menos guardias rojos se decidan a pedir perdón públicamente. “Muchos de los que dimos el paso hemos sido criticados, algunos recibieron presiones de las autoridades. Además, insisto, aquel era un sistema que nos hizo a todos cómplices. Nadie quiere hablar y delatar a otros. Pero también nos sentimos desencantados con el sistema y con el partido”.
Y resume, con abatimiento: “Aunque hayamos pedido perdón, no ha cambiado nada”.
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