Hace algunos meses, la relación entre Bielorrusia y Rusia había entrado en un punto muerto que empieza a resucitar con el transcurso de los acontecimientos de las últimas semanas. El estable apoyo del Kremlin al régimen bielorruso ha contrastado últimamente con los bandazos del presidente Lukashenko, que se creía eterno y sin necesidad de pedir ayuda a nadie, y mucho menos a su eterno benefactor, al que no dudó en acusar de querer desestabilizar el panorama político pocas semanas antes de las elecciones del nueve de agosto.
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Ese fue sin duda el punto de inflexión que hizo recular a Alexander Lukashenko su discutida victoria en unas elecciones presidenciales que nadie reconoce, con un escandaloso 80% de los votos obtenidos tras 26 años en el poder.
A partir de ese día, la gente salió a la calle para pedir su renuncia, una repetición de las elecciones y una explicación. Desde ese momento, la Unión Europea, con la que se llevaba tan bien que había empezado a olvidar a su gran apoyo del este, le informó que dejaba de confiar en ese régimen y las ayudas otorgadas meses antes pasaban a convertirse en sanciones ante la falta de transparencia de los comicios electorales.
Sin tiempo para reaccionar y ante las decenas de miles de personas que empezaban a empujarle al abismo, Lukashenko volvió a acordarse de Moscú, de los lazos que les unen y de la ayuda incondicional siempre recibida. El mandatario ruso, que fue el primero en dar por buena su victoria, felicitándole nada más publicarse los resultados de los comicios, se comprometió en satisfacer la primera petición del presidente bielorruso.
Este deseo era crear un contingente policial listo para entrar en acción si la cosa en el país vecino saltaba por los aires. Putin lo anunció en una entrevista televisada en el canal público ruso, aprovechando la ocasión para hacer una reflexión sobre cómo los países extranjeros están intentando influir en Bielorrusia según sus propios intereses, apoyando la teoría de Lukashenko y afirmando que «Rusia se comporta respecto a la situación con Bielorrusia de una manera más comedida y neutral que europeos y estadounidenses».
Desde que se desintegrara la Unión Soviética, Moscú ha visto cómo los países de la antigua esfera comunista se han ido integrando en la OTAN, avanzando poco a poco la presencia de la organización militar hasta llegar casi a las puertas de Rusia, algo que preocupa en el Kremlin.
El pasado viernes, los contactos entre Minsk y Moscú empezaron a dar sus frutos con la llegada a Bielorrusia del primer ministro ruso, Mijail Mishustin. Tras una reunión con Lukashenko, el jefe del gobierno ruso volvió a hacer hincapié en la idea de ambos países de no permitir injerencias externas para preservar la integridad territorial del país.
La predisposición de Rusia a ayudar a su vecino se materializó, de entrada, con el desbloqueo de los precios de la energía que Moscú exporta a Minsk, toda una declaración de intenciones ante la inminente reunión que mantendrán en Moscú los presidentes de ambos países y a la que Lukashenko se agarra como de si de un último salvavidas se tratase.
Mientras el primer ministro ruso se entrevistaba con Lukashenko, el ministro de Defensa bielorruso, Viktor Jrenin, visitaba Moscú. El punto caliente a tratar entre Lukashenko y Putin será, sin duda, el polémico Estado de la Unión como posible solución al conflicto actual, acuerdo firmado en los noventa y que pretende avanzar en la integración de ambos países y que Lukashenko ha evitado abordar los últimos años ante lo que temía como una cesión de soberanía.
Todavía es pronto para aventurar qué se propondrán los dos presidentes para salir del atolladero, Lukashenko no quiere perder el poder y Rusia no quiere que Bielorrusia termine como Ucrania.
larazon
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