Cannes, hoguera de vanidad
El Mercado del Cine de Cannes (Marché du Film) extiende, en los sótanos del palacio de Festivales, sus 13.000 metros cuadrados de fábrica de los sueños… de los sueños de hacer dinero. Así que, si uno se cansa de tanta intensidad y sobredosis de autoría arriba (en las salas Lumière, Débussy o Bazin, donde se desarrolla la programación oficial del festival) puede bajar las escaleras mecánicas y sumergirse en una selva de pósters, folletos, azafatas, azafatos, monitores escupiendo tráileres, ejecutivos llegados desde 120 países y docenas de cabinas diminutas donde podrá asistir al nuevo porno coreano, el último pseudoblockbuster de catástrofes o ese joven-director-filipino-que-será-el-nuevo-Godard. Las proyecciones también tienen lugar en varias salas de cine de la ciudad.
Estamos en el mayor bazar cinematográfico del mundo, una megatienda de derechos de películas que genera cada año unos 1.000 millones de euros. India, Sudáfrica y Corea del Sur son los países que más han intensificado su presencia en los últimos tres años en esta meca del negocio del cine. Por supuesto, las grandes operaciones de verdad no se cierran en sitios tan vulgares como una cabina de proyección a 26 grados o una brasserie de 20 euros el menú del día. Como se comprenderá, cerrar un acuerdo de ventas internacionales para una gran producción —Stan & Ollie, póngase por caso (con Steve Coogan y John C. Reilly en los papeles de los adorables Stan Laurel y Oliver Hardy)— requiere escenarios dotados de mayor sofisticación. Un alto ejecutivo de la BBC no se va a jugar varios millones de libras en un antro. Para eso están las reuniones en algunos de los mareantes yates privados que durante estos días fondean en la bahía de Cannes. O las suites del Carlton, el Martinez o el Hotel du Cap, a no menos de 3.000 euros el día. Pero ¿qué es el chocolate del loro para los dioses del parné? O mejor aún: la Cinémathèque Diane, una sala de proyección privada escondida en las alturas del Majestic y donde el productor, distribuidor y fundador de Miramax Films Harvey Weinstein suele invitar a dos de sus mayores aficiones: las películas y las botellas de champán vintage. Su alquiler para dos horas vale 5.000 dólares. (unos 4.400 euros). Claro que para lujos, la penthouse suite del Majestic se va de los 40.000 euros. Algo solo al alcance de algunos… como la actriz Salma Hayek y su marido, el magnate del lujo François Pinault, que pernoctaron durante varias noches del festival de 2011 en tan codiciadas alturas.
Hay cerca de 40.000 acreditados, de los cuales 4.600 son periodistas. Generalizando, estos quieren entrevistar a las mismas estrellas. Se ha entendido: por cuestiones de tamaño, no es posible. “Quien de verdad se lo pasa genial en Cannes es mi mujer… yo salgo del avión, me llevan a un hotel y lo único que hago durante tres días es atender a periodistas, yo creo que más o menos a razón de uno cada 20 minutos…”, declaraba el otro día en Cannes Woody Allen antes de presentar Café Society, su nueva película y la número 13 de sus comparecencias en el festival.
Por eso, existe algo así como una aristocracia del acreditado, y eso depende del dichoso color que la organización haya decidido conceder al afortunado… o al pobre diablo. El blanco es la gloria, el rosa con círculo amarillo es un salvoconducto para casi todo, el rosa a secas está bien, el amarillo es preocupante y con el azul tienes garantizados unos bonitos días en el infierno. De hecho, ni siquiera el acceso a las ruedas de prensa está garantizado: la inmensa mayoría de los informadores escuchan las ocurrencias de Kristen Stewart o de Steven Spielberg sentados en el suelo delante de un monitor, cuando no en la habitación de su hotel. Las colas para ver una película de la sección oficial son un espectáculo en sí mismas. Pueden durar una hora y media y serpentean por varias zonas del palacio de Festivales, según el grado de estrellato del autor en cuestión. No es esta, la 69ª, una edición cualquiera de Cannes. Los atentados de noviembre en París, donde murieron 137 personas y 415 resultaron heridas, marcó a la sociedad francesa de forma traumática, y el mayor festival de cine del mundo no quedó fuera del trauma.