Si miramos la primera parte del Madrid contra el Eibar (tres goles) y la segunda contra el Valencia (otros tres), encontramos algo común y reconocible. Una sospechosa mezcla de añosa solidez y chispazos que ya hemos visto antes. ¿Trama algo este Madrid?
Salió con la innovación de Valverde en el flanco derecho; el Valencia, con una defensa suplente en la que destacaba el joven Guillamón. Un 4-4-2 «che»; lo de siempre en el Madrid, aunque confuso inicialmente.
El juego local empezó siendo alegre, con iniciativa y dominio. Muy animosos en el chut lejano y con el Valencia prefigurando la respuesta a la contra.
El fútbol quería ser bonito, lo que resultaba hasta preocupante. Casi podía sentirse uno culpable por encontrar divertido lo que se veía en el Alfredo di Stéfano. Distraerse con este nuevo fútbol ya parece mucho, ya parece demasiado, ¡casi abyecto! Pero fue un rápido espejismo porque el Madrid iba a demostrar muy pronto su capacidad para irse y regresar, para ser Houdini de sí mismo.
Hubo antes una última ráfaga de gayo fútbol: chut de Kroos en el minuto 10, ocasión de Hazard que paró Cillessentras una contra en el 11 y nuevo chut de Kroos en el 12. Pero ahí ya algo cambió, porque el Valencia se estiró y Rodrigo acabó con tiro al palo una rápida contra, la primera. Como un tic, la debilidad defensiva del Madrid reveló algo preocupante.
Las dos líneas del Valencia comprimían la exigua creatividad del Madrid, agotado en tiros lejanos. Valverde estaba echado a la derecha, ligero deja vu, pues ya lo hizo con nulo resultado en el derbi madrileño.
En el 20, el Valencia marcó tras una asombrosa muestra de inmovilismo madridista en defensa. Pasividad ante los que estaban (pase de Soler) y pasividad ante los que llegaban (Rodrigo para marcar). El gol se anuló porque un jugador del Valencia, en «offside», intervenía. Siendo anulable, el Madrid tuvo suerte.
Su juego empeoró. El brujuleo de Hazard arriba resultaba de una libertad un poco ociosa. Nunca hacía nada en un sitio realmente significativo. Su merodeo era algo laxo y colisionaba o se solapaba en parte con Karim Benzema, del que el madridismo finolis dice siempre eso de ¡qué bien baja a recibir! Los dos iban y venían de sitios parecidos. Su complementariedad no era plena, el encaje dificultoso, como si fueran demasiado homólogos.
Mientras el Madrid se desfiguraba, el juego largo del Valencia, casi siempre buscando al rápido Ferran, ganaba en verosimilitud y apariencia. Parejo ya pulsaba alguna cuerda.
En el Madrid comenzó a mandar Carvajal. En el 29 lo intentó solo, con un individualismo absoluto, topando con Cillessen. Por entonces era más convincente el Valencia que el Madrid, que teniendo a Kroos, Modric y a Benzema no era capaz de nada inteligente en la mediapunta.
La pausa de hidratación tuvo efectos extraños. El Madrid siguió colgando balones intransigentes desde la derecha, dirigido ya del todo por Carvajal, y Valverde se pegó a la banda, anulándose más, si cabe. Pero ¿no habíamos visto ya este partido suyo en la primera parte del Real Madrid-Atlético?
Sentimos pudor por la perversión inicial de haber encontrado casi divertido al Madrid, cuyo juego empezaba a ser atroz, un juego lleno de institucionalidad, burocrático, como un concentrado de florentinismo, retórica butragueñesca, muda tozudez iluminada de Zidane y derechos adquiridos de jugadores como Modric y Kroos, que en esos momentos gritaban su homenaje.
El fútbol de la primera parte acabó siendo un fútbol muy difícil de digerir. Fútbol de cautividad, que no nos liberaba sino que nos apresaba, que caía sobre nuestro espíritu como una gran losa.
Sin embargo, el Madrid se reanimó tras el descanso, con una buena movilidad de Hazard. En la banda calentaba Asensio, gran noticia, y seguía destacando Guillamón, con un pulso heredero de los viejos Djukic o Arias.
El Madrid, mejor, había abortado las contras del Valencia, pero su ataque seguía sin claridad en las bandas. Los laterales cabeceaban obtusos contra los interiores. Nadie fijaba con claridad la posición de extremo.
Lo intentó entonces Ramos, subiendo con ímpetu y provocando un buen chut de Valverde. Sin acogotar, el Madrid empujaba al Valencia en su área, y esos arranques de Ramos volvían a ser lo más vistoso y vivo. Algo reconocible y contagioso. Tanto que en el 60, muy poco después, llegó el gol del Madrid: Benzema tras una jugada de Hazard punteada por Modric. Todos los goles del Madrid en esta reanudación del fútbol venían tras jugada del belga. En el origen hubo una fea pérdida de Gameiro, recién incorporado.
El Madrid mejoró, también porque Valverde se centró y comenzó a participar más. En esos minutos, el Madrid estuvo bien como bloque y el Valencia no le inquietó en absoluto. Vimos un Madrid pesado en el buen sentido: estable, seguro, diésel. La cara buena de su «pesadez» inicial. A la altura del 70, el Valencia quiso reaccionar. Era el momento de hacerlo y Celades renovó el ataque al completo. Todos frescos más Rodrigo.
A los vislumbres de seguridad y colectivismo blanco hubo que añadir la reaparición de Asensio. Lo primero que hizo fue rematar en el área un pase de Mendy. Un toque y gol. Sonrió casi travieso al comprobar que seguía intacto su don de la oportunidad y sus compañeros lo rodearon cariñosos. «Así se vuelve, hermano», se oyó.
El Madrid jugó bien esos minutos y hasta hubo espacios y amplitud cuando entró Vinicius. El Valencia decepcionó mucho en esa segunda parte, engullido por un Madrid muy superior, al que despertó la movilidad de Hazard, una especie de «aquí estoy yo», y el arreón capitán de Ramos, cuyos espasmos de jugador legendario cuando tira del equipo se perciben lo mismo en el Alfredo Di Stéfano que en el Bernabéu.
Esta segunda parte del Madrid conectaba directamente con la primera contra el Eibar y se cerró con un golazo circense de Benzema a pase de Asensio: control con una pierna, remate con la otra.
Zidane no agotó los cambios. Sólo hizo dos. Como si el fútbol ya fuera el de siempre.
abc
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