La curva, la de la protesta, alcanzó un pico muy elevado en los primeros días de marzo, cuando las plazas de algunas ciudades se llenaron para criticar las primeras medidas de confinamiento por la Covid-19 o, en otros casos, la inacción gubernamental ante la crisis —como sucedió en muchos países asiáticos—, y cayó radicalmente cuando el coronavirus empezó a extenderse entre la población. Así ha sido la evolución de las recientes manifestaciones expresión del malestar social, según el gráfico elaborado por el Proyecto de Localización de Conflictos y Datos sobre Incidentes (Acled, en sus siglas en inglés), una de las iniciativas más certeras en el análisis de hechos violentos. La crisis sanitaria de la Covid-19 sacudió el mundo en un periodo de especial convulsión en las calles. Un tiempo en el que se celebraban las marchas de los chilenos contra las élites; los chalecos amarillos, frente al Gobierno en Francia; los libaneses, contra el orden sectario establecido; los argelinos, contra el pouvoir (el poder) que encarnó Buteflika; los iraquíes, ante el desgobierno de su país...
Pero toda esa expresión de enfado social, en ocasiones agravado por los disturbios de sectores más radicales y la represión policial, ha echado el freno en medio de la pandemia. EL PAÍS ha tomado el pulso a los principales movimientos de protesta para ofrecer una fotografía con varios denominadores comunes: las manifestaciones se han mudado a Internet, con cierto dinamismo pero sin el eco ni la fuerza de la calle; han incorporado, o están en proceso de hacerlo, nuevos motivos derivados de la gestión de la crisis sanitaria, y, en su mayoría, mantienen su intención de volver cuando el confinamiento finalice.
Hong Kong mantiene el pulso
El viernes 3 de abril se cumplió un año de la primera deliberación sobre la polémica ley de extradición propuesta por el Ejecutivo de Hong Kong —finalmente retirada en octubre—, que hubiera permitido por primera vez entregar sospechosos a China y que desencadenó un movimiento de protestas gubernamentales transformadas en la mayor crisis social en la historia moderna de la antigua colonia británica. El coronavirus y sus exigencias para contener el contacto entre personas han mantenido las movilizaciones dormidas, pero el descontento hacia las autoridades permanece intacto. Cada vez más sólido, incluso.
Una encuesta elaborada a finales de marzo por el Instituto de Investigación en Opinión Pública de Hong Kong mostraba que el porcentaje de consultados que pedían la dimisión de Carrie Lam, jefa del Gobierno local, había aumentado hasta el 63% con respecto al 57% del pasado diciembre. Aquellos favorables a las movilizaciones (58%) doblan a los que se oponen (28%). El apoyo a las demandas también ha aumentado: un 68% reclama el establecimiento del sufragio universal —tal y como contempla la Ley Básica que rige el territorio— y el 78%, la creación de una comisión independiente que evalúe la actuación de la policía.
El último escenario de las protestas, no obstante, ha sido digital. Los manifestantes hongkoneses han optado por trasladar sus reivindicaciones al entorno virtual de Animal Crossing, una conocida serie de videojuegos de la empresa Nintendo. Muchos han decorado sus espacios con referencias políticas. Uno de ellos ha sido Joshua Wong, una de los rostros más reconocibles de las protestas. El joven activista colocó en su “isla virtual” una pancarta antigubernamental, al lado de retratos de Lam y Xi Jinping, el líder chino. El juego, aún no disponible en la China continental -pero popular en canales extraoficiales- ha sido censurado por el Gobierno chino.
Mientras la protesta vira, los episodios puntuales de violencia no han dejado de sucederse. Tres adolescentes, que el 1 de abril arrojaron cinco cócteles molotov contra una comisaría de policía, fueron enviados a prisión preventiva. El Ejecutivo hongkonés ha llegado a alertar incluso del posible riesgo de que se produzcan en los próximos meses atentados terroristas —en febrero, la policía detonó parcialmente un explosivo en una estación de tren—. Todo hace indicar que una vez que las mascarillas contra el virus dejen de ser necesarias, las antigás volverán a hacer aparición en las calles de Hong Kong.
Argelia reprime en cuarentena
En Argelia, el Hirak, que es como se denomina en árabe al movimiento de protestas antigubernamentales, suspendió las manifestaciones el viernes 20 de marzo, tras 56 viernes consecutivos en la calle. Los activistas pactaron una “tregua sanitaria”, después de mantener intensos debates en las redes. El Hirak ha sufrido desde entonces, sin embargo, varios golpes. Primero, contra el carismático dirigente opositor Karim Tabú, juzgado en segunda instancia sin la presencia de sus abogados, dos días antes de que fuese a quedar en libertad. Le condenaron a pasar otros seis meses en la cárcel, que se suman al medio año que ya ha cumplido. En segundo lugar, ha sido encarcelado el periodista argelino Khaled Drareni, que destacó por sus coberturas de las protestas en Argel, la capital del país. Además, dos medios de referencia en el Hirak, Maghreb Emergent y Radio M han sido bloqueados. En cambio, el medio digital más leído, TSA, tras una decena de meses inaccesible, ha sido parcialmente desbloqueado.
El 2 de abril se cumplió el aniversario de la dimisión forzada del entonces presidente Abdelaziz Buteflika, del que solo se sabe que aún vive, a sus 83 años, y que no ha comparecido ante la justicia. Pero el verdadero pulso se libraba entre el Hirak y el Ejército. El movimiento popular reclama un nuevo régimen donde el poder civil prevalezca sobre el militar. Los medios de comunicación se vuelcan ahora en informar sobre la pandemia. Pero en las redes sociales, los miembros del Hirak siguen muy activos. Reina una gran desconfianza respecto a las informaciones que aporta el Estado sobre la pandemia de la Covid-19. Uno de los mensajes más recurrentes es que el pouvoir está ajustando sus cuentas con el Hirak en plena crisis sanitaria.
Nadie podría asegurar qué va a suceder cuando termine la pandemia. Pero la impresión entre diversas fuentes consultadas es que el Hirak continuará después de la tregua. De momento, hay mucho miedo. Personas que antes revelaban su nombre al hablar prefieren protegerse ahora mediante el anonimato.
Uno de los pocos que hace declaraciones con nombre y apellidos es un antiguo muyahidin, combatiente de la guerra de la indepedencia, Ahmed Drareni. El también padre del periodista encarcelado ha dirigido una carta pública al presidente Abdelmayid Tebún: “La injusticia que sufre mi hijo es aún más insoportable porque va acompañada de una campaña odiosa para poner en duda su patriotismo. Es indigno, es innoble, esos que detrás de las cortinas orquestan esta campaña son despreciables. (…) El apellido Drareni forma parte de la historia gloriosa del combate liberador (…) Le pedimos, señor presidente, que haga uso de las prerrogativas constitucionales de primer magistrado para poner fin a los abusos de [los] que está siendo víctima”.
Tebún decretó el 1 de abril una gracia presidencial que afecta a 5.000 presos. Pero entre ellos no se encuentran ni el activista Karim Tabú, ni el periodista Khaled Drareni.
Francia no se olvida de la huelga
El coronavirus ha abocado Francia, país de huelgas y manifestaciones cotidianas, al paro forzoso y al confinamiento obligatorio. La crisis ha dejado en suspenso tanto el movimiento de los chalecos amarillos —muy debilitado ya cuando las medidas antivirus se pusieron en marcha— como la contestación contra la reforma de las pensiones, que agitó el país en los meses previos a la pandemia. Lo que sí hay es un “preaviso de huelga” en los servicios públicos por parte del sindicato CGT. Es decir, se reservan el derecho a hacer huelga si consideran que con el coronavirus su seguridad y derechos no están garantizados.
Los chalecos amarillos —el movimiento arraigado en la Francia de provincias y contrario a las élites que nació contra el aumento del precio del carburante— llevaban desde el 17 de noviembre de 2018 manifestándose cada fin de semana. Hacía muchos meses que apenas se juntaban unos miles, incluso unos centenares, pero hasta el 14 de marzo —tres días antes de que el presidente, Emmanuel Macron, decretase el confinamiento de la población— salieron a la calle. Los militantes han seguido exhibiendo sus reivindicaciones en las redes sociales, y en algunos balcones.
El pasado otoño, mientras los chalecos amarillos perdían fuerza, otro movimiento ocupó el centro de la protesta social: las manifestaciones y huelgas contra la reforma de las pensiones, proyecto central de la presidencia de Macron. El movimiento se disolvió cuando a finales de enero comenzó el proceso parlamentario para adoptar la ley. El coronavirus lo cambió todo. La reforma de las pensiones, que el Gobierno decidió finalmente adoptar por decreto, está en suspenso.
Ahora, las calles están vacías. Pero la crisis ha permitido evidenciar precisamente algunas fracturas sociales -entre las élites profesionales y los trabajadores precarios, ahora en el frente de la batalla contra el virus (hospitales, hipermercados, etc.)- que los chalecos amarillos llevaban tiempo denunciando en las manifestaciones. La tensión, hoy congelada, puede reaparecer en cuanto las restricciones se levanten.
Los chilenos confinan su malestar
Las protestas contra la clase política que estallaron el pasado 18 de octubre en Chile en demanda de una mejora de los bienes básicos se han suspendido de golpe por la pandemia. Cuando el pasado 3 de marzo se informó del primer caso de coronavirus en el país sudamericano, el movimiento social —que no responde a organizaciones tradicionales como los sindicatos, gremios o partidos— se preparaba para salir a la calle, tras el receso de verano. El movimiento feminista, la punta de lanza de las protestas, llegó a mostrar la fuerza de la ciudadanía organizada: el 8 de marzo, dos millones de mujeres, según las convocantes, marcharon pacíficamente en las calles de Santiago, la capital, una ciudad de siete millones de personas.
“Lo que ha surgido en Chile es un nuevo pueblo, a casi medio siglo de que el país fuera el conejillo de indias del neoliberalismo”, explica el sociólogo Carlos Ruiz, académico de la Universidad de Chile. “Se trata de un enjambre gigantesco de nuevos profesionales con posiciones sociales inestables: endeudados, con altos niveles de consumo y mucha incertidumbre en áreas como las pensiones y la salud, por ejemplo”, indica el autor de Octubre chileno. Es la razón por la que, según Ruiz, se trata de fenómenos profundos que no desaparecerán por efecto de la pandemia: “Apenas se salga de las cuarentenas, la gente nuevamente se concentrará en la plaza buscando la dignidad”, señala en referencia al epicentro de las movilizaciones en Santiago, la Plaza Italia, rebautizada por algunos sectores como Plaza Dignidad.
La pandemia obligó a los dirigentes políticos a modificar por completo el calendario de elecciones de 2020 y 2021, que arrancaban con el plebiscito del 26 de abril para definir si se reemplazaba la Constitución de 1980, redactada por el régimen de Augusto Pinochet (se celebrará finalmente el 25 de octubre). Según las cifras del Gobierno, en marzo, los sucesos violentos graves estuvieron en torno a la veintena cada día en todo el país, bastante por debajo de aquellas jornadas de octubre cuando llegaban a los 350.
Dos manifestantes participan en una protesta poco concurrida contra el presidente chileno, Sebastián Piñera, el pasado 16 de marzo, en Santiago.CLAUDIO REYES / AFP
“Hay esfuerzos, desde luego, por mantener la movilización”, indica Daniel Mansuy, académico de la Universidad de los Andes. “Sin embargo, me temo que no tendrán demasiado éxito. Por un lado, la población parece efectivamente preocupada por la cuestión sanitaria y un esfuerzo por desviar la atención en este minuto puede ser visto como mezquino. Por otro, las posibilidades virtuales de la movilización son muy limitadas, comparadas al poder masivo de la calle”, analiza el autor de Nos fuimos quedando en silencio. La agonía del Chile de la transición.
Para Mansuy, resulta difícil predecir lo que sucederá tras los meses complejos de la pandemia con el movimiento social chileno: “Puede, por ejemplo, reforzar la demanda por una salud pública digna (que ha sido sin duda la gran olvidada en nuestras prioridades…). También podría reforzar los deseos de regreso a la normalidad. En cualquier caso, creo que lo único que puede afirmarse a ciencia cierta es que todo será muy distinto. Ninguna sociedad sale indemne de un trance como este”.
Líbano suma una nueva crisis
Un impuesto sobre las llamadas de WhatsApp fue la chispa que prendió el 17 de octubre de 2019 una ola de manifestaciones sin precedentes en Líbano. El pasado 16 de marzo, el Gobierno anunció el estado de emergencia sanitaria nacional para combatir la Covid-19. El miedo al virus en pleno colapso económico ha logrado lo que durante 150 días no pudo hacer el Ejército: echar a los manifestantes de las calles. La zaura (revolución, en árabe), que ha llegado a congregar a hasta un tercio de los 4,5 millones de habitantes, según el recuento de ONG locales, se ha confinado en las redes. En 24 horas, las calles libanesas pasaron del bullicio y la euforia de las revueltas al silencio y el pánico del virus.
“Pasará tiempo hasta que se pueda tomar de nuevo la calle y el coronavirus ha llegado justo cuando los diferentes grupos sociales se estaban organizando a nivel nacional. Cabe esperar que sea en las redes donde se intente definir ahora un nuevo contrato social”, explica Samer Frangie, profesor en la Universidad Americana de Beirut y académico referente sobre las protestas. “El país se dirige hacia un periodo histórico de hambruna no vista en más de 50 años en el que puede surgir otro tipo de protestas, no ya las de la clase media pidiendo más libertades, sino de una clase hambrienta que busca comida para sus hijos”, advierte.
Ahora en los chats, los activistas comparten aquellas redes de apoyo para los ciudadanos que la crisis ha dejado sin recursos. Se manifiestan en las redes sociales contra un Gobierno al que acusan de haber saqueado las arcas del Estado y dejado por herencia una de las deudas públicas más elevadas del mundo (170% del PIB). Al menos 220.000 personas han perdido sus puestos de trabajo desde octubre. Antes de estallar la epidemia de coronavirus, el Banco Mundial ya advirtió de que la mitad de los libaneses podía caer de la noche a la mañana por debajo del umbral de la pobreza.
A la económica se le suma ahora la crisis sanitaria que ha entrado en fase de propagación con 479 infectados y 14 muertos en un país de sanidad pública deficiente y con el 85% de los hospitales en manos del sector privado. “Tenemos que presionar para que todos los seguros privados paguen el coste del tratamiento del coronavirus”, escribía un activista en uno de los grupos de WhatsApp. A finales de marzo, dos pequeñas manifestaciones de varias decenas de personas desafiaron el toque de queda en Trípoli, así como en los populares suburbios de Dahie, periferia sur de Beirut, motivadas por el deterioro económico.
Los partidos políticos han visto en la Covid-19 una oportunidad para recuperar la legitimidad que las protestas les han robado y se han lanzado al unísono en una competición callejera para distribuir desde raciones de alimentos a ayudas en metálico entre sus bases sociales. “El miedo devuelve a la gente a los partidos tradicionales que conoce”, valora Maya Yahia, directora del Centro de Estudios Carnegie en Beirut. “Puede que los partidos puedan distribuir ayudas un tiempo, pero no podrán hacer frente a la magnitud de la crisis que se adviene porque no disponen de recursos suficientes”, puntualiza.
Las calles se han vaciado, los accesos al hemiciclo han sido bloqueados con muros de hormigón y la misma policía que hace 15 días reprimía a los manifestantes insta ahora a los transeúntes a regresar a sus hogares.
elpais
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