La imagen más triste de Londres era este martes una pianista finlandesa interpretando la Lluvia de Erkki Melartin para apenas veinte personas en la iglesia de St. Martin in The Fields. El espectáculo tenía que seguir —mientras nadie ordenara lo contrario— en este recinto sagrado, a los pies de Trafalgar Square, que Enrique VIII ordenó reconstruir para acoger a los contagiados de peste y evitar que llegaran a su palacio de Whitehall. “Cualquier otro día habría aquí más de 200 personas”, cuenta la celadora de la puerta principal.
—¿Y por qué no cierran, como ha sugerido el Gobierno?
“Todo es muy confuso, aquí estamos esperando las instrucciones en las próximas horas del arzobispo de Canterbury [la autoridad máxima de la Iglesia Anglicana, después de Isabel II], pero mientras tanto seguiremos abiertos”.
Se pueden contar con los dedos de las dos manos las personas que merodean por Trafalgar Square. La Galería Nacional seguía inexplicablemente abierta, pero apenas entraba gente. Cerraría unas horas después. Los turistas apuran las horas, pero tienen miedo. El restaurante italiano Fumo, a unos metros, con capacidad para 50 comensales, estaba absolutamente vacío a la una de la tarde, hora inglesa.
El miedo y la duda pueden acabar resultando tan eficaces como las órdenes directas, aunque pocos londinenses dudan de que Boris Johnson no acabe pasando por el aro e imponga en el país las mismas medidas drásticas que otras ciudades europeas han decretado. La ciudad ya vive a medio gas, y se nota en sus calles, sus estaciones de tren y metro, y sus restaurantes. El palacio de Westminster, la sede del Parlamento británico, y la plaza de Parliament Square son un páramo. Atrás quedó la animación de las luchas del Brexit, con personajes estrafalarios tan incorporados al paisaje como la estatua de Winston Churchill. Nadie se atreve a decir a las claras a los británicos que llega un tiempo de “sangre, sudor y lágrimas”, aunque todos lo intuyen. Solo queda Victoria, llegada de Nigeria hace 50 años, y que hoy pregona en soledad, a la puerta de la Cámara de los Comunes, que “Dios perdona a los pecadores”.
La responsabilidad de los londinenses va por barrios. Un recorrido por Edgware Road, la interminable avenida plagada de restaurantes y comercios de Oriente Próximo, da la impresión, a primera vista, de que nada ha cambiado. Hay peatones en la dos aceras, y el trasiego no se distingue mucho del de cualquier otro día. Hay que mirar con detalle. Las peluquerías están abiertas, pero vacías. El resto de comercios, algo parecido. Han abierto forzados por la rutina y atrapados en cierta incertidumbre, sin consignas claras.
Otra cosa es la City, el centro financiero de la ciudad. Más de 350.000 personas desembarcan a diario en sus oficinas y comercios. Sus calles, ahora, se muestran cada vez más desiertas. La mayoría de las empresas ha puesto en marcha ya hace días sistemas de teletrabajo para sus empleados. “Tengo toda la agenda de esta semana plagada de videoconferencias, pero ni una sola reunión con clientes”, explica un español que trabaja como asesor de inversión. El restaurante Hispania, en Lombard Street, apenas tiene media docena de clientes. Con sus 50 empleados, es uno de los símbolos de la nueva potencia gastronómica de España en Londres. “Estamos a la espera de que nos den instrucciones claras, como en Bruselas, donde ya hemos cerrado el restaurante. Pero mientras tanto aguantamos. Solo confío en que lleguen pronto las ayudas económicas del Gobierno. Recuerdo que en la crisis de 2008, suprimieron el IVA y fue una gran ayuda”, explica Javier Fernández, el asturiano al frente de un negocio que se ha ganado el corazón de los ejecutivos londinenses. Javier y Juan Murillo, el director del establecimiento, permanecen al pie del cañón y no escatiman en sonrisas. A la puerta del local, en el edificio que un día albergó una de las sedes del banco Lloyds, un dispensador de gel sanitario y un cartel: “Por favor, aplíquenlo a sus manos antes de entrar”.
En la estación de Charing Cross, los rótulos indican que todos los trenes mantienen rutas y horarios. “Pero el ritmo de gente no tiene nada que ver con el habitual en este momento del día. No diría que el bajón haya sido drástico, pero por lo menos hay un 20% menos de gente”, explica una funcionaria claramente aburrida detrás del mostrador de información.
Vestíbulo de la estación londinense de Charing Cross, en Londres, este martes.
El Gobierno de Johnson dijo a principios de la semana que el Reino Unido había entrado ya en la fase de aceleración del contagio del coronavirus. Y que Londres iba por delante que el resto del país. Casi la mitad de los casos confirmados, cerca de 500, se han dado en la capital. No hay una explicación concreta, más allá de la cantidad de residentes que decidieron pasar en Italia las vacaciones escolares del half term de febrero.
Decía Samuel Johnson que “quien se aburre de Londres, se ha aburrido de la vida”. Algunos londinenses, cada vez menos, apuran lo que la ciudad les ofrece, conscientes de que se trata del último trago. La Tate, uno de los principales museos británicos, ya ha anunciado su cierre hasta el 1 de mayo. En cascada le ha seguido la mayoría de las instituciones culturales de la capital.
elpais
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