Mientras las armas guardan silencio aparente, la guerra de Siria entra en su décimo año con un coste humano “descomunal e inaceptable” a ojos de Naciones Unidas. La devastación de la conflagración, en la que intervienen al menos cinco potencias globales y regionales, arrancó el 15 de marzo de 2011 como un estallido popular en demanda de reformas democráticas. Convertida en conflicto mundial de baja intensidad, se reduce ahora a batalla permanente de una contienda residual que se concentra en la provincia noroccidental de Idlib, último bastión de la oposición al presidente Bachar el Asad.
Las fuerzas gubernamentales se declaran vencedoras frente a las milicias rebeldes, pero hay un 25% del territorio nacional que el régimen aún no controla. En nueve años de guerra, el recuento del Observatorio Sirio para los Derechos Humanos acumula ya 384.000 muertos, de ellos 116.000 civiles, y da cuenta del desarraigo de la mitad de la población: 5,7 millones de refugiados en el exilio y más de seis millones de desplazados internos por los combates. La última ofensiva gubernamental sobre Idlib ha desencadenado desde hace tres meses la huida de casi un millón de civiles, el mayor éxodo de población del conflicto, como acaba de constatar EL PAÍS sobre el terreno.
La presunta victoria del régimen de Damasco conlleva derrotas insoslayables. El 80% de los sirios, cuatro veces más que al inicio de la guerra, viven por debajo del umbral de pobreza y la mitad de la población depende de la ayuda humanitaria exterior. La economía y las infraestructuras están arrasadas, con un coste de reconstrucción estimado en más de 400.000 millones de dólares. La rampante inflación, derivada de la crisis financiera en el vecino Líbano, y el desabastecimiento provocado por las sanciones internacionales son hoy la pesadilla cotidiana de quienes han sobrevivido a nueve años de guerra.
Pese a que previsiblemente tardará en poder cumplir su promesa de “reconquistar hasta la última pulgada de tierra siria”, El Asad se dispone a ser reelegido presidente el año que viene en unos comicios sin pluralismo efectivo. Tendrá que ejercer el poder, empero, sobre un territorio devenido en protectorado de Rusia e Irán, los dos aliados que le libraron de la derrota ante la insurgencia; parcialmente ocupado en el norte por Turquía, que respalda a varios grupos rebeldes, y emancipado de hecho al noreste, donde las milicias kurdas aliadas de Estados Unidos se han atrincherado en los yacimientos de petróleo. La aviación de combate de Israel, por su parte, no deja de golpear a las fuerzas de Teherán y a sus milicias asociadas chiíes, como la libanesa Hezbolá, para impedir que se afiancen militarmente cerca de su frontera con Siria.
“No hay solución militar y no podemos entrar en el décimo año de la guerra con más carnicerías. Los bandos en liza deben retornar al proceso paz auspiciado por Naciones Unidas en la resolución 2254 desde 2015, que sigue siendo la única vía para alcanzar una paz duradera”. Este fue el mensaje apenas cifrado que envió el viernes el secretario general del ONU, António Guterres, al régimen de Damasco como condición para el reconocimiento internacional de su legitimidad.
Poco antes, Moscú y Ankara habían rubricado un enésimo alto el fuego provisional en Idlib tras la amenaza de choque armado directo que ha estado a punto de materializarse en las últimas semanas. El desenlace del asalto al último feudo de los insurrectos solo es cuestión de tiempo. Más de 30.000 rebeldes —dos terceras partes de ellos yihadistas del grupo Hayat Tahrir al Sham, heredero de Al Qaeda—, resisten en la provincia septentrional, habitada por 3,5 millones de personas. La mayoría de estos milicianos huyeron desde otras zonas del país árabe tras haber pactado su capitulación con el Ejército. Ahora ya no saben por dónde escapar.
Bajo la Administración del presidente Donald Trump, EE UU se ha ido desentendiendo paulatinamente del conflicto sirio, mientras Rusia ha ido ocupando un papel arbitral con influencia en Oriente Próximo. La lucha contra el Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés) ha sido el único denominador común para los contendientes de la guerra siria. Derrotado militarmente el yihadismo de base territorial que se expandió a caballo de Siria e Irak de entre 2013 y 2019, la guerra toca a su hora final en una última batalla interminable.
Barriles bomba
El Kremlin defiende por encima de todo sus intereses estratégicos en Siria, en particular las bases aeronavales en la provincia costera de Latakia, las únicas disponibles para la flota rusa del Mediterráneo. El reconocimiento internacional de la legitimidad del Gobierno de El Asad no parece ser una prioridad del presidente Vladímir Putin, que ha dado preferencia a las negociaciones de alto el fuego de Astaná frente al diálogo político intersirio en la sede de la ONU en Ginebra.
El paisaje de ciudades arrasadas por los barriles bomba con el que Siria entra en el décimo año de conflicto tiende a perpetuarse. Los desterrados en Turquía (3,7 millones), Líbano (1,5), Jordania (600.000) o en Oriente Próximo y Europa no tienen a donde regresar. Para la justicia internacional quedan pendientes incontables ejecuciones extrajudiciales, más de 60.000 casos de tortura, medio millón de detenciones arbitrarias. También ataques con armas químicas como el de la comarca rebelde de Guta Oriental, en la provincia de Damasco, que causó cientos de muertos en 2013 y que aún sigue sin respuesta.
elpais
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