El invento nacionalista de la «Cataluña norte»: el territorio que perdió España por culpa del separatismo

  04 Marzo 2020    Leído: 600
  El invento nacionalista de la «Cataluña norte»:   el territorio que perdió España por culpa del separatismo

A inicios de la Transición, los sectores catalanistas y la propia Generalidad impulsaron la idea de una Cataluña francesa y no dudaron en retorcer los hechos históricos que llevaron a la pérdida de estos territorios tras la llamada Guerra de los Segadores (1640–1652).

«Cataluña del Norte» es el término utilizado entre el nacionalismo catalán para hablar de las partes de Pirineos Orientales donde se habla catalán. Un término que, sin embargo, carece de contenido histórico y se emplea para hacer referencia a unos territorios que la Monarquía hispánico perdió precisamente por culpa de los secesionistas del siglo XVII.

Este fin de semana, desde Perpiñán, un sector particular del independentismo organizó un acto político para reivindicar los poderosos lazos que hay entre la llamada «Cataluña Sur», lo que corresponde con la comunidad autónoma de Cataluña, y la «Cataluña del Norte», que ocupa el actual departamento francés de Pirineos Orientales. Este territorio se divide a su vez en cinco comarcas: Rosellón, Vallespir, Conflent, Cerdaña y Capcir.

La denominación «Cataluña del Norte» («Catalunya del Nord» o «Catalogne du Nord») fue acuñada por Alfons Miàs, considerado padre del catalanismo francés, en 1937. Este político y escritor francés trató de desmitificar supuestamente la historia oficial de su país en favor de un relato más favorable al nacionalismo catalán y defendió la unidad lingüística y cultural de los territorios de lengua catalana. Paradójicamente Miàs acabó huyendo a la España franquista a finales de la Segunda Guerra Mundial para evitar que le detuvieran por colaborar con el régimen de Vichy. Murió en Barcelona cuando su figura política ya se había apagado.

A inicios de la Transición española, los sectores catalanistas y la propia Generalidad impulsaron la idea de una Cataluña francesa y no dudaron en retorcer los hechos históricos que llevaron a la pérdida de estos territorios tras la llamada Guerra de los Segadores (1640–1652).

A causa de la exigencia de mayor compromiso económico para con la Monarquía Hispánica y, sobre todo, de su enemistad personal con el virrey, parte de la burguesía y la nobleza catalana auspició en 1640 una revuelta popular contra el ejército real que había acudido a esta región española a combatir a Francia. La población odiaban a la soldadesca de los tercios, muchos de ellos extranjeros, por las requisas de animales y los destrozos ocasionados a sus cosechas, así como por las afrentas derivadas del alojamiento forzoso en sus casas, pero no buscaba la separación de España, si acaso soñaban con una rebelión contra todos los amos. Asustados por la brutalidad de la revuelta, la oligarquía recurrió a una calamitosa alianza con la Francia del Cardenal Richelieu, que causó graves perjuicios económicos a los campesinos. Luis XIII inundó la administración de franceses y los mercados de productos de su país.

La Sublevación de Cataluña de 1640 tuvo su germen en la hoja de reformas con la que el Conde-Duque de Olivares buscaba repartir los esfuerzos y exigencias de mantener un sistema imperial entre los territorios que conformaban la Monarquía Hispánica. Hasta entonces Castilla había cargado de forma desproporcionada con los compromisos en Europa de la dinastía Habsburgo. Sin embargo, una profunda crisis demográfica azotaba las tierras castellanas, que, como ha descrito el hispanista Joseph Pérez, «se hallaban exhaustas, arruinadas, agobiadas después de un siglo de guerras casi continuas. Su población había mermado en proporción alarmante; su economía se venía abajo; las flotas de Indias que llevaban la plata a España llegaban muchas veces tarde, cuando llegaban, y las remesas tampoco eran las de antes».

Las reformas no pudieron ser recibidas en Cataluña con más hostilidad. El Conde-Duque de Olivares presentó oficialmente en 1626 lo que vino a llamarse la Unión de Armas, según la cual todos los «Reinos, Estados y Señoríos» de la Monarquía Hispánica contribuirían en hombres y en dinero a su defensa, en proporción a su población y a su riqueza. Si bien a la Corona de Castilla, que suponía cerca del 70% de la población de la Península Ibérica, le tocaba aportar 44.000 soldados, al Principado de Cataluña y otras regiones de poca población debían aportar 16.000 soldados.

No en vano, la poca implicación catalana en asuntos militares venía de lejos. En 1542, el III Duque de Alba, Fernando Álvarez de Toledo, tuvo que supervisar los preparativos en Cataluña para una posible invasión francesa. Ante la poca moral y el pobre entusiasmo mostrado por los soldados catalanes, el duque recomendó el envío de tropas de otros lugares de España. «He echado un vistazo aquí a algunos de los soldados reclutados, y estoy tan insatisfecho con ellos que casi no me atrevo a comentárselo a Su Majestad. Le ruego que ordene con la mayor urgencia se sirvan hombres procedentes de Castilla y de otras regiones donde se recluten», reclamó el general castellano a Felipe II.

Es por esta razón que la oligarquía catalana vio en el proyecto de Olivares una nueva amenaza a lo que el nacionalismo moderno ha llamado «las libertades históricas», aunque realmente eran una serie de privilegios administrativos de origen medieval. Cabe recordar que los fueros prohibían expresamente servir en el ejército fuera del Principado.

Bajo este clima de hostilidad, el 26 de marzo de 1626 Felipe IV visitó Barcelona para jurar las Constituciones catalanas y conseguir apoyos a la Unión de Armas. Poco después se inauguraron las Cortes catalanas que llevaban sin celebrarse desde 1599. Como las sesiones se alargaban y solo se trataban las quejas acumuladas durante los 27 años sin Cortes, el Rey Felipe IV abandonó precipitadamente Barcelona el 4 de mayo de 1626, frustrado por no haber podido abordar la Unión de Armas. Y no era el único asunto pendiente con la nobleza catalanas. La actuación de los últimos virreyes –representantes del Rey en esta región– en asuntos como la lucha contra el bandolerismo y el cobro de impuestos habían levantado muchas atipatías hacia Castilla.

La llegada de Felipe IV al trono fue cantada por la propaganda castellana como el regreso a los tiempos gloriosos de Carlos I y Felipe II. Pero lo único que hizo el nuevo Monarca fue infectar más las heridas del Imperio Español e involucrarse en todavía más frentes. Ya inmersa en la Guerra de los Treinta años desde el reinado de Felipe III, la Monarquía Hispánica abrió otra guerra en 1635 con la Francia del Cardenal Richelieu. El conflicto se trasladó rápidamente a las puertas de Cataluña, lo que fue aprovechado por el Conde-Duque de Olivares para exigir urgentemente tropas a la Generalitat.

Para llevar a efecto sus planes, el valido nombró como nuevo virrey de Cataluña en 1638 al conde de Santa Coloma, un hombre de su plena confianza pero enemistado por razones personales con la nobleza y la burguesía local. La negativa ese mismo año de la Diputación de la Generalitat a que tropas catalanas acudieran a levantar el sitio de Fuenterrabía (Guipúzcoa), a donde sí habían acudido tropas desde Castilla, Aragón y Valencia, deterioró más la relación con la corte madrileña, que ordenó al virrey elevar su dureza. Así a lo largo de 1640 el virrey Santa Coloma, siguiendo las instrucciones de Olivares, adoptó medidas cada vez más drásticas contra los pueblos donde las tropas no eran bien recibidas.

Vista general del asedio de la ciudad de Barcelona por las tropas de Juan José de Austria
Mientras tanto, la población –ajena a las disputas entre nobles y reyes– asistió cada vez más molesta a las exigencias del ejército de 40.000 hombres que se alojaba en Cataluña para combatir a Francia. Y como suele ocurrir en estos casos, un aislado episodio de tensión entre la población y la milicia precipitó una rebelión generalizada. En varios pueblos de Gerona, no en vano, la lucha armada contra los ejércitos reales ya era un hecho. El 7 de junio de 1640, en el conocido como día del «Corpus de Sangre», un pequeño incidente en la calle Ample de Barcelona causado por un grupo de segadores, entre los que había rebeldes disfrazados procedentes de Gerona, encendió la sublevación en toda Cataluña.

Con las tropas españolas dispersas en distintos frentes, los pocos efectivos que estaban en Barcelona no pudieron frenar la revuelta popular, que tampoco obedecía ya a la élite local. El virrey de Cataluña Dalmau de Queralt, Conde de Santa Coloma, fue asesinado en una playa barcelonesa cuando intentaba huir de la ciudad. En los siguientes días, la sublevación derivó en una revuelta de empobrecidos campesinos contra la nobleza y ricos de las ciudades que también fueron atacados. «Sin razón ni ocasión los catalanes se han sublevado en una rebelión tan absoluta como la de Flandes», lamentó Olivares.

Cuando la oligarquía catalana fue capaz de recuperar parcialmente el control de la región, decidieron pedir ayuda al máximo enemigo de la Monarquía Hispánica: el Reino de Francia. El Cardenal Richelieu no desperdició una oportunidad tan buena para debilitar a la Corona Española y apoyó militarmente a los sublevados. Aún así, al principio la alianza con Francia no dio los frutos deseados y el avance del ejército de Felipe IV despertó otra revuelta popular –en este caso, en apoyo a la Corona Hispánica–.

En vez de dar marcha atrás, los gobernantes rebeldes ampliaron la alianza con Francia: Cataluña se constituyó en república independiente bajo la protección del país vecino. Pero el Rey de Francia Luis XIII no se conformó con este acuerdo y antes de terminar ese mismo año, 1641, se proclamó nuevo conde de Barcelona, rememorando el antiguo vasallaje de los condados catalanes con el Imperio Carolingio. El Rey francés nombró un virrey francés y en poco tiempo llenó la administración catalana de conocidos pro-franceses. La población de Cataluña y muchos nobles empezaron a percibir que estaba peor que antes de la sublevación contra España.El pulso al Conde-duque de Olivares había desembocado en una guerra cuyos gastos militares estaban financiando ellos, justo la causa por la que iniciaron la revuelta. A esto había que sumar la agresiva introducción de productos franceses en los mercados locales. Una parte de la nobleza se refugió en Castilla.

Durante doce años, la región de Cataluña permaneció bajo control francés hasta que el final de la Guerra de los Treinta años y el enfriamiento del choque hispano-francés permitió a Felipe IV recuperar el territorio perdido. Conocedor del descontento de la población catalana con la ocupación francesa y aprovechando las débiles defensas tras una virulenta peste, un ejército dirigido por Juan José de Austria rindió Barcelona en 1651. Los catalanes aceptaron de buena gana las condiciones del hijo bastardo de Felipe IV.

La huida hacia delante y sin destino de la oligarquía catalana había sido aprovechada por Francia para dañar al Imperio español, sin la menor consideración por Cataluña. Desde el principio, Luis XIII dejó claro que respetaba los fueros catalanes menos que los castellanos y solo veía en Cataluña una buena colonia donde colocar sus productos. Pere Moliner, uno de los catalanes que permaneció fiel a Felipe IV, resume nítidamente el conflicto en su frase: «Fueron cuatro ambiciosos de mejor fortuna, remoleando la provincia del tranquilo mundo de la paz al procelosos golfo de su naufragio».

Felipe IV y Luis XIX firmaron en noviembre de 1659 el Tratado de los Pirineos, que clausuró casi un cuarto de siglo de guerra entre España y Francia y afectó con gran intensidad a la zona catalana. El Rosellón, el Vallespir, el Conflent-Capcir y treinta y tres lugares de la Cerdeña se convirtieron en una provincia francesa. Frente a los intentos de asegurar el control francés sobre estos territorios, surgieron una serie de conflictos en la década de 1670: la Revuelta de los Angelets y las conspiraciones de Villafranca y Perpiñán.

El sentimiento antifrancés en Cataluña aumentó hasta el extremo de convertirse en una de las regiones españolas que rechazó con más ímpetu la llegada de una dinastía francesa como eran los Borbones.

abc


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