En el tiempo que usted tardará en leer este texto, casi cinco patentes habrán visto la luz en todo el mundo; varios robots industriales habrán salido de fábrica, listos para desterrar paradigmas industriales, y decenas de miles de personas habrán hecho una compra a golpe de clic. Sin embargo, la probabilidad de que estos avances se trasladen a las cifras de productividad, una pieza clave en la compleja correa de transmisión que desemboca en el crecimiento económico, es mínima. “La era de los ordenadores se puede ver en todas partes menos en las estadísticas de productividad”, decía el economista estadounidense Robert Solow en un ya lejano 1987, cuando el tema irrumpió por primera vez en el debate académico. Más de tres décadas después y con la economía mundial inmersa de lleno no solo en la era digital, sino también en la de la automatización, la inteligencia artificial y la biotecnología, su reflexión sigue siendo más vigente y pertinente que nunca. Las promesas formuladas en los albores de Internet han dejado paso a una realidad mucho más sombría que el idílico horizonte dibujado durante años. Es quizá la mayor paradoja económica de nuestros tiempos.
La productividad es, en esencia, la capacidad de producción de una economía con los recursos disponibles —tierra, trabajo, capital y tecnología—. Aumenta cuando se es capaz de hacer más con los mismos mimbres, y esa eficiencia es, a largo plazo, el mayor determinante de la mejora —o empeoramiento— del nivel de vida de una sociedad. Y los datos son desalentadores: la primera ola de Internet trajo consigo un aumento considerable de la productividad del trabajo entre 1995 y 2004, como recuerda Chad Syverson desde su despacho en Booth, la escuela de negocios de la Universidad de Chicago, y desde entonces ha entrado en una fase de letargo especialmente preocupante en el caso de las economías avanzadas. Un sueño profundo que ha dejado su huella en la economía, asentada en el bajo crecimiento como nueva norma.
Los teléfonos inteligentes, el comercio electrónico y los algoritmos, entre otros avances, han cambiado el día a día en la vida de millones de personas de todo el mundo. Pero esta sacudida, palpable desde que nos despertamos hasta que nos acostamos, no se está dejando sentir en la sala de máquinas de la economía, con una desconexión entre productividad y cambio tecnológico que, como apuntan los técnicos del McKinsey Global Institute, “no podría ser más pronunciada”. Las razones detrás de este fenómeno, sin embargo, siguen formando parte del reino de los “y si”: ¿Y si solo es cuestión de tiempo? ¿Y si los avances tecnológicos no son lo suficientemente potentes para sacudir el árbol de la productividad? ¿Y si estamos midiendo mal?
Distintas escuelas
El debate está servido y divide a la academia, grosso modo, en dos grupos: tecnooptimistas y tecnopesimistas. Los primeros, con el profesor de la Universidad de Northwestern (EE UU) Robert Gordon a la cabeza, sostienen que todo radica en un problema de falsas esperanzas. Los avances de la era digital, dicen, suman incomparablemente menos que los de la era de la electrificación masiva, hace un siglo. Y, añaden, si nada cambia, la desaceleración de la productividad va camino de convertirse en algo permanente, un factor con el que tendremos que acostumbrarnos a convivir. Las nuevas tecnologías, como sintetizó el Nobel de Economía Paul Krugman, habrían dado “grandes titulares de prensa y resultados económicos modestos”; tendrían, por tanto, más que ver con meros gadgets y entretenimiento puro y duro que con una transformación radical de la economía.
UNA MIRADA AL PASADO
La historia siempre es un buen punto de partida para el análisis del presente. Y, en el caso de la productividad, echar mano del pasado permite ser más optimistas de lo que dicen los indicadores más recientes: entre 1970 y 2015 —la era de las tecnologías de la información—, ha crecido a un ritmo similar al del periodo 1890-1935, en plena revolución de la electricidad.
Con todo, los tecnooptimistas, con Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee al frente —ambos del Massachusetts Institute of Technology (MIT)—, parecen ir imponiéndose en la pugna con una idea fuerza: las innovaciones actuales sí traerán ganancias de productividad, pero habrá que dar algo más de margen. El tránsito de una economía de lo tangible a una basada en las ideas, alegan, es difícil y lleva mucho más tiempo de lo que creemos. Pero el cambio llegará y la inteligencia artificial, el big data y, en fin, el torrente de la innovación permitirán a la economía recuperar el brío perdido. “Es comprensible que se pensase que los avances de los 15 últimos años llevasen a un boom de productividad, pero la historia nos ha enseñado que siempre transcurre tiempo entre el momento de la comercialización de una nueva tecnología y el momento en el que tiene un efecto real”, recuerda Syverson por correo electrónico. “Lo vimos con la electrificación y el motor de combustión, y es una hipótesis razonable. Lo que aún no podemos saber es si esa aceleración se producirá en 2, 10 o 15 años”.
Quizá, como apunta Nicholas Crafts, profesor emérito de Historia Económica en la Universidad de Warwick (Reino Unido), la verdadera paradoja esté en que los economistas esperasen que con la digitalización la historia iba a ser distinta y que la productividad iba a responder antes a la innovación. “Siempre que se produce una revolución tecnológica fuerte hay un desfase temporal hasta que los avances se ponen en práctica y se nota en la economía”, explica Matilde Mas, directora de proyectos internacionales del IVIE y catedrática de la Universidad de Valencia. “Han llegado muchas tecnologías nuevas, pero aún no sabemos cómo incorporarlas. Llevará tiempo”, completa Joseba Martínez, profesor en la London Business School. “¿Ha pasado lo suficiente como para que estas innovaciones se dejen sentir?”, se pregunta Rafael Doménech, responsable de análisis económico de BBVA Research. “Esto no ha hecho más que empezar”. En el ínterin, la productividad seguirá siendo ese invitado que ha confirmado y reconfirmado asistencia, pero que no termina de sumarse a la fiesta.
DESIGUALDAD ENTRE EMPRESAS
El think tank de los países ricos, la OCDE, apunta a otra de las grandes losas económicas de nuestra era —la desigualdad, en este caso entre empresas— como explicación de por qué la productividad no responde a los avances técnicos de las dos últimas décadas. Hay, dicen sus expertos, dos tipos de compañías: las que son capaces de innovar y subirse a la ola de los avances que van surgiendo, incluyéndolos en sus propios procesos de producción, y el resto. “El crecimiento de las empresas globalmente más productivas se ha mantenido robusto en lo que va de siglo XXI. Sin embargo, la brecha entre estos líderes y el resto no ha dejado de crecer”, apuntan los técnicos del organismo con sede en París.
Esa nueva élite empresarial (Apple, Google, Amazon y el resto de tecnológicas, pero no solo) tiene “los niveles más altos de productividad y va cada vez más lejos mientras la empresa media se aleja de la frontera tecnológica”, en palabras de Peter Gal, jefe del Foro Global sobre Productividad de la OCDE. Y a eso se suma un factor adicional: una competencia cada vez “menos intensa” en muchos mercados. Para relanzar la productividad, indica Gal, “las políticas anticolusivas y de competencia deben adaptarse a nuestra era, tomando en cuenta las nuevas dinámicas digitales en las que el ganador se lo lleva todo”. La falta de concurrencia no solo es una mala noticia para los consumidores, que afrontan precios más altos, sino también para la productividad.
A medida que el debate sobre este rompecabezas ha ido ganando cuerpo, se han ido sumando y abriendo paso nuevas aportaciones que ampliaban el radio de pensamiento más allá de la dicotomía entre pesimistas y optimistas. Entre ellas, la posibilidad de que, en realidad, todo se deba a un mero error de medición: que, como defiende el economista jefe de Google, Hal Varian, la creciente oferta de bienes y servicios de acceso gratuito estuviese siendo estadísticamente invisible tanto en el PIB como en la productividad. Sin embargo, esta corriente cuenta con más detractores que defensores: “No lo creo”, contraviene Diego Comín, del Dartmouth College. “Cuando algo nos hace dudar, tendemos a poner en cuestión los modelos. Pero ahí no está el problema”, apunta por teléfono. “Desafiamos la visión, ampliamente extendida, de que la paradoja de la productividad se deba simplemente a una mala medición”, descartan por su parte los economistas del banco Credit Suisse en un estudio reciente. Este fenómeno, añaden, “solo podría ofrecer una explicación parcial” del puzle.
El factor Gran Recesión
La crisis iniciada en 2008 dejó una cicatriz indeleble en prácticamente todos los indicadores económicos y sociales: el paro, la precariedad y la pobreza se dispararon, y millones de personas quedaron en la cuneta. Esos fueron los efectos más evidentes y visibles. Pero, de forma más silenciosa, la crisis también supuso un jarro de agua fría para la adopción de las incipientes nuevas tecnologías justo cuando estas entraban en pista de despegue. “La demanda agregada se desplomó y las empresas, como las personas, cambiaron su comportamiento”, dice Comín, que achaca “enteramente al ciclo” la ralentización de la productividad entre 2008 y 2016. “Está demostrado que durante las recesiones cae el ritmo de adopción de tecnología y el ciclo para nada ha ayudado”, desgrana Diego Anzoategui, de la Rutgers University. “¿Por qué ibas a invertir en innovación si tus productos no son suficientemente demandados?”, se pregunta retóricamente en referencia a la reacción de parte del empresariado en aquellos años negros para la economía mundial.
Los ciclos explican una parte importante de la historia de este cubo de Rubik que no termina de resolverse. Pero un vistazo a las estadísticas invita a pensar que la productividad llevaba tiempo creciendo a un ritmo menor de lo esperado incluso antes de que la crisis financiera entrase en escena. Y llegada la recuperación, lejos de reconducirse el camino, el estancamiento ha permanecido. En esta reciente fase alcista se ha añadido mucho trabajo y capital, ambos necesarios para detonar el crecimiento, pero con una discretísima contribución de la productividad, el ingrediente clave para propiciar una mejora tangible en el bienestar. La expansión, podríamos decir, ha sido rica en hidratos de carbono y pobre en proteínas.
Una lectura de los datos mucho más cortoplacista, centrada solo en el último año, invita, en cambio, a la esperanza y da alas a las tesis del tecnooptimismo. En EE UU, la productividad del trabajo ha retomado —todavía de forma tímida— la senda positiva: en 2019 el alza fue del 1,7%, cuatro décimas más que en los dos años anteriores. De que estos brotes verdes rompan en frutos antes de que llegue la próxima recesión —ya se sabe: la teoría de los ciclos no perdona— depende buena parte del crecimiento mundial en la próximas décadas. Más aún cuando la economía se enfrenta a un doble reto mayúsculo: cambio climático y envejecimiento de la población. Como dice Paul Krugman, “la productividad no lo es todo, pero en el largo plazo lo es casi todo”.
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