Esta es la historia de un joven abandonado a su propia suerte en la frontera de Malí tras un duro periplo propiciado, en parte, por las autoridades españolas y europeas. Mody Cissoko, un joven maliense de 23 años, huyó en noviembre de la violencia y pobreza de su país y alcanzó la costa de Senegal. Se metió en un bote y llegó a las islas Canarias en una peligrosa travesía que cada vez emprenden más migrantes.
Cissoko pasó 54 días encerrado en un Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) en Las Palmas de Gran Canaria hasta que la madrugada del 20 de enero, insomne, fue el primero en oír los golpes en la puerta. En su celda había seis internos y una mujer escoltada por dos policías les anunciaba en francés: “Os vais a Mauritania, vuestro avión sale a las 11”. Nadie entendía nada. Nadie volvió a pegar ojo. A la hora prevista, Cissoko recuerda que más de 30 agentes reunieron a 46 de los internos, calzaron a los que no tenían zapatos y les ataron las muñecas con una cuerda, de dos en dos, para llevarlos al aeropuerto de Gran Canaria. Destino: Naudibú (Mauritania). “Al llegar nos metieron en un centro y estuvimos tres días sin comer ni beber”, denuncia el joven por teléfono. El día que por fin liberaron a Cissoko fue para esposarlo, meterlo en un coche y abandonarlo en Gogui, un puesto fronterizo de Malí, el país en guerra del que huyó.
El vuelo de expulsión de este joven maliense es uno de los siete organizados por el Ministerio del Interior desde el pasado junio con el objetivo de contener la ruta migratoria hacia las Canarias. El aumento de llegadas al archipiélago ha llevado al ministro Fernando Grande-Marlaska a reactivar las expulsiones a Mauritania, país con el que España tiene un acuerdo de readmisión desde 2003. Las autoridades mauritanas aceptan no solo a sus nacionales, que son una minoría, sino a migrantes de terceros países que se “acredite” o se “presuma” que han transitado por su territorio. Cissoko asegura que apenas pasó un día en Mauritania en su camino hacia la costa de Senegal, donde la noche del 19 de noviembre se embarcó en la patera con la que llegaría a Canarias tras una semana de travesía.
Los retornos forzosos son una herramienta legal que tanto España como la UE pretenden impulsar para combatir la inmigración irregular, pero estos vuelos que están saliendo desde las islas han sido cuestionados por organizaciones humanitarias porque van llenos de ciudadanos de Malí, un país en el que la violencia ha obligado a 350.000 personas a abandonar sus hogares. En el avión de Cissoko, fletado por la Agencia Europea de Fronteras (Frontex), había otros 33 malienses. En el vuelo del 27 de enero, con el que se expulsó a 42 personas, había 38 originarios de ese país, según los informes de los técnicos del Defensor del Pueblo que supervisan buena parte de esos vuelos.
Marlaska, de visita ayer en Rabat, insistió en la legalidad de estos vuelos y aseguró: “No van a Mali, sino que van a Mauritania”. Fuentes de la seguridad mauritana confirmaron a Efe, sin embargo, que los emigrantes llegados en los aviones desde España hasta la ciudad de Nuadibú son inmediatamente conducidos hacia las fronteras de Malí o de Senegal y entregados a la policía de esos países. Desde Bamako, la capital de Malí, Cissoko confirma esa práctica y ruega: “Quiero saber por qué me expulsaron a Mauritania”.
Con motivo de estos operativos, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) ha recordado que cualquier retorno a otro país debe realizarse con todas las garantías y que “el Estado que los lleva a cabo es responsable de asegurar con el país receptor que el retorno no suponga una amenaza para la vida o la integridad de las personas retornadas, directa o indirectamente”. Abdoulaye Fati, un senegalés de 20 años que coincidió en la patera y en el vuelo con Cissoko, insiste en el trato recibido por las autoridades mauritanas. “Nos llevaron a un centro policial y nos mantuvieron como prisioneros, sedientos y sin comida”, reclama por teléfono desde Senegal, en cuya frontera fue abandonado. El Gobierno mauritano, a través de su embajada en Madrid, ha asegurado a EL PAÍS que la gestión de la migración —“esta tragedia humana”— se hace con “todo el respeto a las personas y aplicando la ley del país”.
Caos en la atención
Además del abandono en la frontera y maltrato por parte de las autoridades mauritanas, Cissoko denuncia que no sabía que tenía derecho a solicitar asilo en España y que gracias a ese trámite habría evitado su encierro y su deportación. “Solo vi a la abogada una vez. Todos son cómplices. Es la primera vez que veo un abogado que no defiende a su cliente”, lamenta. “En el CIE nos dieron un papel en el que se supone que nos informaban de nuestros derechos, pero la mayoría de nosotros no sabe leer. Teníamos derecho a que nos lo explicasen bien”.
La abogada de oficio que atendió a Cissoko el día siguiente a su llegada y, después, en el juzgado donde se decretó su internamiento en el CIE reconoce que esos días, como tantos otros, fueron un caos. “Me resultó imposible informarles de nada porque se hizo todo muy rápido. A los chicos de Malí que me hablaban de la guerra recuerdo que les mencioné que podían pedir asilo, pero no estoy segura de que me entendieran. Tuvimos problemas con el intérprete porque no hablaba su idioma”, relata la letrada, que pide que no se divulgue su nombre. “Me hubiese gustado haberlo hecho mejor, pero me fue imposible. No tenemos medios suficientes”.
Cissoko, que con la muerte de su madre hace cuatro años se quedó solo, confía en que contar su historia le abra la puerta a pedir asilo en una embajada española sin tener que emprender de nuevo el peligroso camino que le llevó hasta Canarias. “Quiero que toda España conozca mi caso para que no se cometa más esta injusticia”, afirma. Si no lo consigue, asegura, lo volverá a hacer: “Prefiero morirme en el mar que quedarme en este país”.
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