La prensa conservadora del Reino Unido —es decir, prácticamente casi toda la del Reino Unido— se ha equivocado en uno de los reproches más repetidos estos días a los duques de Sussex. “No es lo mismo ser un miembro de la familia real que una celebrity”, han echado en cara a Enrique y Meghan Markle en cuanto anunciaron su deseo de desengancharse de las tareas públicas y alcanzar gradualmente “la independencia económica”. Lo cierto es que solo tres miembros de la Casa de los Windsor se libran hoy de ser material susceptible de entretenimiento: Isabel II; su heredero directo, Carlos de Inglaterra; y el tercero en la línea de sucesión, el príncipe Guillermo. La edad de la reina (93 años) y de su hijo (71) hacen que se contemple al trío como un conjunto inseparable de estabilidad continuada. Son “la rama dignificadora” del poder, frente a la “rama eficiente” que encarna el Gobierno, según la definición clásica que estableció Walter Bagehot, el legendario director del semanario The Economist, en su libro La Constitución inglesa (manual de cabecera de Jorge V, Jorge VI e Isabel II).
Enrique y Meghan han proporcionado, hasta ahora, la parte exótica y glamurosa que la neutralidad de la reina, la intensidad del heredero y la normalidad del duque de Cambridge no podían aportar. Ya eran dos celebrities y todo indica que en el futuro lo serán mucho más.
La tormenta desatada estos días con el llamado Megxit esconde, bajo una aparente capa de frivolidad mal entendida, problemas de autoridad, de responsabilidad pública, de transparencia, de seguridad y en gran medida, de familia desestructurada. Y pone sobre la mesa una pregunta todavía más complicada que la de “¿Monarquía o república?”, sino más bien “¿Qué tipo de monarquía tiene sentido en el siglo XXI?”.
De autoridad, ya que resulta trágico que el futuro rey no haya sido capaz de imponer una conciliación entre dos hijos hasta hace nada inseparables y que tienden a saltarse sus sugerencias. Carlos de Inglaterra exigió a Enrique un borrador con sus planes futuros para estudiar con calma su intención de ir por libre. A cambio, el duque de Sussex prefirió obtener directamente la bendición de su abuela. A punto estuvo de tener un encuentro a solas con Isabel II, cortocircuitado en el último minuto por el equipo del príncipe de Gales. Y cuando se hizo llegar a los hermanos la petición de que tuvieran palabras amables hacia el padre respecto al papel que desempeñó durante sus años de crianza, en el programa de la BBC sobre el 20º aniversario de la muerte de Lady Di, Guillermo ignoró la solicitud.
De responsabilidad pública, porque los británicos más monárquicos son bastante selectivos a la hora de aplaudir las causas benéficas y sociales patrocinadas por los miembros de la familia real. En la última semana, Enrique ha participado en un par de vídeos para anunciar la próxima edición de los Juegos Invictus y promover mayor atención a la salud mental. Ha participado además en el sorteo de enfrentamientos para la nueva temporada de rugby. Meghan Markle, en Canadá, optó por dejarse ver en la sede de Justice for Girls, una organización que defiende que el cambio climático y el sistema de justicia afectan de un modo desproporcionadamente superior a mujeres y niñas. Una visita más acorde con “el papel progresista en el seno de la institución” que los duques de Sussex quieren desarrollar, pero fuera del estricto control del palacio de Buckingham. Este viernes la prensa británica informaba de que los empleados de los duques en su casa de Frogmore Cottage en Windsor estaban siendo recolocados, lo que se interpreta como que sus jefes no les necesitan ya.
De transparencia, porque siempre hay intereses que persiguen el paraguas del sello real. Cerca de 3.000 organizaciones benéficas tienen el apadrinamiento de la casa real británica. El membrete de la Casa de los Windsor en la tarjeta de presentación abre muchas puertas. Ahí está la razón de que Isabel II haya ordenado una solución detallada para esta crisis en el plazo de días. La marca SussexRoyal, registrada con antelación a su anuncio por Enrique y Meghan, puede ser un imán de futuros ingresos, pero también de problemas inesperados. Y a eso hay que añadir las rentas que, a corto y medio plazo, seguirán recibiendo del ducado de Lancaster (propiedad de Isabel II) y del ducado de Cornualles (del príncipe de Gales). Aunque salgan del patrimonio privado de la reina y su heredero, a ojos de la ciudadanía británica seguirá siendo dinero público cuyo uso deberá justificarse convenientemente. “No predominará siempre la representación real frente a la actividad privada? ¿Cómo se dejarán al margen las restricciones habituales si siguen recibiendo dinero público? ¿Cómo harán para embarcarse en proyectos privados sin ser criticados por abusar de su posición”, se preguntaba estos días en el diario The Times Bob Morris, del University College London.
El primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, aseguró que su Gobierno correría con el cargo de la seguridad de los Sussex. Algún medio canadiense ya ha cuestionado esa celeridad en comprometer dinero público. Es una de las 14 naciones de la Commonwealth en las que Isabel II sigue siendo jefa de Estado. Ya se especula con la idea de que Enrique ocupe el puesto simbólico de gobernador general. El sueldo es de unos 200.000 euros anuales. Una mínima porción de lo que los Sussex calculan que pueden obtener de modo privado. Eduardo VIII intentó, después de su abdicación, ejercer de gobernador de las Bahamas. El resto de su vida la dedicó a vagar por el mundo. Llegó a cobrar por ir a fiestas. El duque de Windsor, la rama frívola de la monarquía. Jorge VI, la rama dignificadora. Dos hermanos que decidieron darse la espalda hasta el final de sus días.