No es una relación peligrosa, como las de la novela dieciochesca de Choderlos de Laclos, pero sí de las más complicadas de las democracias modernas. El presidente de la República Francesa y el primer ministro forman una extraña pareja. Cooperan y compiten. Se reparten los papeles aunque haya una jerarquía. Uno manda, el otro obedece. En principio. Porque el que obedece dispone de margen para ir a su aire. La polémica reforma de las pensiones pone a prueba la relación entre Emmanuel Macron y su primer ministro, Édouard Philippe.
La reforma de las pensiones, proyecto central de la presidencia de Macron, permite observar el funcionamiento del dúo que gobierna Francia. Es en momentos de crisis —y, después de 38 días de huelga continuada en los transportes y cinco jornadas de manifestaciones de ámbito nacional, este lo es— cuando esta peculiar construcción institucional muestra sus posibilidades y límites.
Desde hace unas semanas, el reparto de papeles es nítido. Macron apenas habla, y delega en Philippe tanto la persuasión ante la ciudadanía como la negociación. Philippe se expone, Macron se resguarda. En el discurso de fin de año, el presidente encargó al primer ministro que encontrase “un compromiso rápido” para salir del conflicto. Un compromiso empezó a dibujarse este fin de semana.
Ambos cumplen con el papel asignado por la Constitución de 1958, que fundó la V República. El presidente nombra y destituye al primer ministro, preside el Consejo de Ministros, nombra a los miembros del Gobierno y promulga las leyes, puede disolver la Asamblea Nacional, y es el jefe de los Ejércitos y el negociador de los tratados. El primer ministro dirige la acción del gobierno, garantiza la ejecución de las leyes; comparte, con el Parlamento, la iniciativa legislativa; y responde de sus acciones ante los diputados, lo que no es el caso del presidente, elegido desde 1964 por sufragio universal.
“El presidente necesita al primer ministro porque solo este tiene la iniciativa de las leyes y orienta el procedimiento legislativo”, explica el constitucionalista Jean-Philippe Derosier, profesor en la Universidad de Lille. “Pero el primer ministro se debe al presidente y debe seguir sus directrices, porque es el presidente quien ha sido elegido sobre la base de un programa político. Y porque él existe en virtud de la decisión del presidente de nombrarlo primer ministro”. El dúo puede degenerar en duelo si se da un choque de legitimidades. “El presidente tiene la legitimidad popular y el primer ministro obtiene la legitimidad de la mayoría parlamentaria, puesto que se convierte en su jefe”, explica Derosier.
La V República ha dado modelos variados. El más complicado es el de la cohabitación: cuando el presidente y el primer ministro pertenecen a partidos distintos. Sucedió entre 1986 y 1988 con el presidente François Mitterrand y el primer ministro Jacques Chirac, entre 1993 y 1996 con Mitterrand y Édouard Balladur, y entre 1997 y 2002 con el presidente Chirac y Lionel Jospin. En esas circunstancias, el primer ministro, que dirige una mayoría parlamentaria adversa al partido del presidente, suele gozar de mayores poderes y proyección pública.
Con la reducción de siete a cinco años del mandato presidencial —y la coincidencia, con unas semanas de diferencia, de las elecciones presidenciales y las legislativas— las cohabitaciones han desparecido: desde 2002, la mayoría parlamentaria y el partido del presidente han coincidido. Esto no significa que no haya tensiones. El ejemplo más conocido es, entre 2007 y 2012, el del presidente Nicolas Sarkozy y su primer ministro François Fillon. Sarkozy despreciaba a Fillon, y Fillon ambicionaba su puesto.
El modelo actual es particular. Macron fundó En marcha —ahora La República en marcha (LREM)— sobre las ruinas de los viejos partidos; Philippe proviene de Los Republicanos, el debilitado gran partido de la derecha moderada. Hoy no milita en ninguna formación. Al mismo tiempo, es el líder de la mayoría presidencial en la Asamblea Nacional: paradójicamente, el jefe de hecho de un partido al que no está afiliado. Fue alcalde de la ciudad portuaria de Le Havre y diputado antes de ser primer ministro, lo que otorga una experiencia mayor que la de Macron, que nunca había sido alcalde ni diputado, y, antes de llegar al Palacio del Elíseo, solo dos años ministro.
“En el plano institucional, el dúo globalmente funciona”, dice el constitucionalista Derosier. “Creo que cometen errores políticos y en particular Emmanuel Macron. Y Édouard Philippe deja hacer. Y es aquí donde puede percibirse quizá una forma de duelo”. Según este argumento, Philippe, más experimentado, no habría protegido al inexperto Macron, o este no se habría dejado proteger o aconsejar. Ante la crisis de los chalecos amarillos por ejemplo.
En el ala izquierda de LREM, algunos sospechan que Philippe alberga ambiciones como futuro líder de la derecha moderada. De ahí, según esta teoría, su defensa en la negociación sobre la reforma de las pensiones, de una medida como el aumento de la edad de jubilación de los 62 a los 64 años. En un intento de rebajar la tensión social, el primer ministro ofreció este sábado renunciar a esta medida. La medida, que Macron parecía dispuesto a descartar en verano, complacía a los conservadores y bloqueaba la negociación con los sindicatos moderados.
Tampoco está claro que el papel tradicional del primer ministro como escudo o fusible funcione del todo. En 1995, el Gobierno francés ya intentó una reforma de las pensiones similar en algunos aspectos a la actual y la retiró por la presión popular. Aquella reforma se conoció como reforma Juppé, por el nombre del primer ministro, Alain Juppé. No se habla de reforma Chirac, el presidente de la época. En las multitudinarias manifestaciones del último mes, las proclamas no se dirigen contra el primer ministro, sino contra el presidente. Al contrario que hace 25 años, la reforma actual no es la reforma Philippe sino la reforma Macron.
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