Hundido y sobre todo desnortado tras encajar su peor derrota electoral de las últimas ocho décadas, el laborismo británico encara el nuevo año con la brújula orientada hacia una recomposición que se augura tan lenta como tortuosa. La sustitución en primavera del todavía líder, Jeremy Corbyn, será solo el primer paso para un partido agrietado por las divisiones internas y los reproches mutuos a raíz de la debacle en las urnas del pasado día 12. La liza que arranca ahora ya ha reabierto el pulso siempre latente entre las dos almas del laborismo, la que antepone las raíces socialistas puras frente a una visión pragmática y centrista, a lo que se suma la tremenda disfunción del Brexit, que ha culminado en una aplastante mayoría conservadora.
El rechazo de Jeremy Corbyn a presentar su dimisión inmediata una vez confirmada la debacle electoral, optando por seguir al frente de la formación para “pilotar la transición” hacia un nuevo liderazgo, ha suscitado el recelo de los sectores moderados y centristas del partido. “Necesitamos ir mucho más allá de una simple revisión de los resultados electorales”, clamaba —en una carta abierta publicada por el dominical The Observer— un grupo de diputados que acaban de perder sus escaños (el terremoto conservador se ha llevado consigo a 59 parlamentarios laboristas). Los firmantes, que también denuncian el “amiguismo” imperante en el círculo de Corbyn y la incapacidad para erradicar el supuesto tinte antisemita asociado a su liderazgo, expresan el temor de que las conclusiones de una comisión designada para analizar el fiasco de las legislativas apenas arañen la superficie de la presente crisis.
Leyendo entre líneas, la misiva apunta a la inquietud de que intente perpetuarse una suerte de “corbynismo sin Corbyn” apuntalado por una mayoría entre las bases. El proceso de las primarias, que culminará entre marzo y abril, todavía no ha arrancado oficialmente, pero sobre el papel ya parte como favorita Rebecca Long-Bailey, una protegida del actual establishment del laborismo. Su promoción responde a la idea del sector izquierdista de que ha sido la impopularidad del todavía líder, y no su programa de nacionalizaciones e ingente gasto público, la que ha impedido hacer llegar el mensaje a los votantes. Incluso antes de declararse candidata, Long-Bailey ya sabe que tendrá a su lado al movimiento Momentum y al poderoso sindicato Unite, acicates de la inesperada victoria de Corbyn en las primarias de su partido en 2015.
Los laboristas nunca han elegido a una mujer al frente de la formación (a diferencia de los tories, que todavía recuerdan la figura esencial de Margaret Thatcher). Ahora, junto con Long-Bailey se presenta otra mujer, Emily Thornberry, como referente del sector más centrista y polo opuesto del corbynismo. Solo ella y Clive Lewis, un izquierdista que va por libre, se han apuntado a la lista de aspirantes, en la que se espera que acabe ingresando, entre otros, el moderado y europeísta Keir Starmer.
El futuro ganador deberá lidiar con unas mermadas filas. La principal fuerza de la oposición aparece como casi irrelevante en la nueva legislatura ante el implacable rodillo parlamentario de la formación de Boris Johnson. “Nuestros votantes han prestado su voto al Partido Conservador para que ejecute el Brexit”, ha sido el diagnóstico del diputado electo Stephen Kinnock sobre la pérdida de aquellos feudos en el norte de Inglaterra y Gales que los laboristas consolidaron a lo largo de decenios. El voto tradicional de las clases trabajadoras. Aunque desde flancos muy diversos (que abarcan desde los defensores sin ambages de Europa hasta el sector euroescéptico), el grueso de los correligionarios de Kinnock está de acuerdo en que la ambigüedad de Corbyn durante la campaña —declarándose “neutral” en una cuestión que divide profundamente al país— acabó confirmándose como la peor estrategia.
A los pocos días de que el primer ministro tory revalidara su puesto, la Cámara de los Comunes aprobó la ley que fija la salida del Reino Unido de la UE el próximo 31 de enero, con el aval de una treintena de diputados laboristas que se rebelaron contra las consignas de Corbyn. Aquella desbandada insinúa una creciente tentación en el seno del Labour de aproximarse, si no abrazar, a ese nacionalismo rampante. En un discurso pronunciado el domingo en los tanteos de su inminente candidatura, Long-Bailey apelaba a defender un “patriotismo progresista”. En el polo opuesto del espectro ideológico, Yvette Cooper, peso pesado del ala menos a la izquierda, viene subrayando la necesidad de recuperar el voto de los “patrióticos” antiguos votantes del partido.
El reciente revés electoral es el cuarto consecutivo que suman los laboristas. Tras las tres victorias consecutivas que encabezó Tony Blair a partir de 1997, los sucesivos liderazgos de Gordon Brown, Ed Miliband y Jeremy Corbyn fueron distanciando progresivamente al partido del blairismo, con escaso éxito en términos de votos. Los últimos comicios, con el peor resultado para el laborismo desde 1935, confirman que las clases trabajadoras han desertado en masa y que el partido es más favorecido por las élites urbanas. Recuperar a los primeros puede entrañar la pérdida de los segundos. Ese es uno de los grandes dilemas que se afronta en la tercera década de siglo XXI.
El análisis al respecto de Tony Blair —tan ensalzado como censurado entre los suyos por el radical viraje al centro que encarnó— se resume en esta disyuntiva: reconvertir el partido en una opción pragmática y real de lograr el poder, o resignarse a un papel de eterna oposición.
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