En la comedia francesa Bienvenidos al norte , un cartero provenzal hace la trampa de hacerse pasar por minusválido para conseguir un traslado a la Costa Azul, le pillan, y como castigo es enviado a un pueblo cercano a Dunkerque sobre el que tiene todo tipo de prejuicios: tiempo horrible y gente antipática con un acento que no entiende. Pero la realidad resulta diferente y adora el lugar. A Boris Johnson le ha pasado lo mismo, de repente se ha enamorado de la Inglaterra septentrional, postindustrial y deprimida, y de sus clases trabajadoras. Al fin y al cabo son las que le han dado la victoria.
Boris también sabe algo de trampas –es el pistolero con más ases guardados en la manga del saloon de la política británica–, pero, al contrario que al cartero de la película, sus compatriotas no le han pillado, y si lo han hecho, han preferido mirar hacia otro lado. De modo que ayer inauguró la nueva legislatura y presentó un ambicioso programa de gobierno, dirigido a esos electores empobrecidos de Wigan, Doncaster y Warrington de cuya existencia ni siquiera se había percatado hasta hace poco (en Gran Bretaña los ricos y pobres son como barcos que avanzan en la oscuridad sin tocarse nunca), por los que de repente ha sentido un flechazo: Brexit, inversión en la sanidad pública, más médicos, más enfermeras, más policías, ley y orden, sentencias más severas, nuevas medidas contra el espionaje y el terrorismo. Pan y circo.
En cambio, el primer ministro no tardó en dar marcha atrás a la promesa que de una manera más rápida y directa podría haber mejorado el nivel de vida de todos esos ingleses y galeses a quienes la depresión ha empujado a los brazos de Boris y el Brexit, y, en un giro de ciento ochenta grados, reveló que la subida del salario mínimo a unos doce euros la hora “dependerá de como vaya la economía”. En otro golpe a los trabajadores –este ya previsto–, eliminó de la ley para la Salida de Europa (que hoy será aprobada en primera instancia por la Cámara de los Comunes) la equiparación de los derechos laborales a los de la UE, para que los empresarios del Reino Unido puedan “flexibilizar el empleo” sin ningún tipo de cortapisas.
A pesar de que la economía juguetea desde hace un año con la recesión, y su crecimiento y productividad figuran entre los más bajos de toda Europa, Johnson siguió seduciendo sin escrúpulos a estos amantes que le ha robado al Labour, prometiendo que dentro de una década, y gracias a la salida de la UE, el Reino Unido será una tierra de vino y rosas, un nuevo Jerusalén con adoquines de oro en las calles, donde el problema de la asistencia a los ancianos estará resuelto, los hospitales serán de primera categoría y sin colas de espera, no habrá delincuencia, el internet de banda ancha llegará a todos los rincones, la economía será productiva y los sueldos espectaculares, gracias a los fabulosos acuerdos comerciales que, una vez rotas las cadenas que lo ataban a Bruselas, el país suscribirá con los Estados Unidos, China, India, Japón... Y todo ello con los impuestos más bajos, y sin que se dispare la deuda, más bien todo lo contrario.
No es que Boris prometiera sacarse un conejo de la chistera, sino todo un zoológico, con elefantes y rinocerontes incluidos. Lo de la prosperidad y mejora de la calidad de vida de sus nuevos votantes de clase obrera del centro y el norte, ya se verá. Pero desde luego, patria y bandera a tope, al estilo de los Estados Unidos, porque su fórmula es muy parecida a la utilizada por Donald Trump para tener detrás al electorado de Ohio, Pennsylvania y el Medio Oeste, de las ciudades pequeñas y medianas que miran con recelo a Manhattan y a Silicon Valley, como los de Grimsby miran a Londres. Los poderes de vigilancia del Estado serán mayores, porque quien no tiene nada que ocultar no tiene nada que temer. Los terroristas tendrán que cumplir por lo menos dos tercios de sus sentencias antes de salir a la calle. Las penas de prisión serán más severas para los delincuentes violentos. Un sistema de inmigración por puntos, primando a los más cualificados. Facilidades para despedir a los funcionarios de carrera y reemplazarlos por personas nombradas a dedo. Ampliación de los poderes del ejecutivo, para que los tribunales no puedan cuestionar sus decisiones. Mano dura. Populismo. Ley y orden, ya que no sueldos más altos.
La reina (que por tradición es la encargada de leer el discurso programático del Gobierno) restó pompa a la ocasión y fue al palacio de Westminster en un coche normal (aunque de gama alta) y vestida de paisano, seguramente cansada de tener que inaugurar una legislatura por segunda vez en tres meses. Se sabe que le gustaban los laboristas Tony Blair y Harold Wilson, y que no tragaba a Margaret Thatcher. Sobre su opinión de Boris aún no se ha filtrado nada, aunque es de resumir que no le agradó el hecho de que la mintiera para conseguir la suspensión del Parlamento.
De los treinta proyectos de ley que va a introducir Johnson, uno es puro humo (la garantía de invertir 40.000 millones de euros más al año en sanidad), porque puede dar marcha atrás si quiere, como con el salario mínimo, y siete son relativas al Brexit. Pero esa palabra maldita que durante tres años ha dominado el discurso político caerá en desuso por instrucciones expresas de Downing Street, para recalcar que el objetivo se ha logrado.
En Bienvenidos al norte , el amor entre el cartero listillo y los habitantes de la región se convierte en una llama eterna, y hay final feliz. El de la relación entre Johnson y sus admiradores de clase obrera está por el momento abierto.
La primera ministra escocesa, Nicola Sturgeon, ha escrito a Boris Johnson para pedirle oficialmente no sólo un nuevo referéndum sobre la independencia de Escocia a la mayor brevedad posible, sino el derecho permanente del Parlamento de Holyrood a convocar ese tipo de consultas, sin necesidad de obtener el permiso de Londres. La líder nacionalista reconoció que espera que la respuesta de Downing Street sea un no rotundo, pero dijo que “la cosa no quedará así, porque el Reino Unido no puede tenernos atrapados contra nuestra voluntad, y cuanto más lo haga más aumentará el independentismo”. Sturgeon reiteró en un documento legal de 38 páginas el argumento de que las circunstancias han cambiado de manera fundamental. Primero, porque los escoceses votaron por amplia mayoría contra el Brexit. Y segundo, porque una de las razones que les dio Londres para la permanencia en la Unión en el 2014 fue precisamente que, si se iban, la UE no admitiría al país como nuevo miembro (España ha amenazado con bloquear su acceso, para no sentar un precedente con Catalunya o Euskadi). Según la premier, el resultado de las últimas elecciones (48 escaños y un 45% del voto para el SNP) constituyen “un mandato inapelable para otro referéndum en base a los estándares normales de la democracia”. En cuanto al poder para convocar futuras consultas, señaló que no cree que vaya a ser necesario plantear el tema por tercera vez, pero no puede atar las manos de sus sucesores.
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