David Corbyn y Naomi Loveday se conocieron en una de las reuniones organizadas por las bases del Partido Laborista, en Conway Hall (Londres), en defensa la República española frente a Franco y en contra de la política no intervencionista auspiciada por el líder de la formación, Clement Attlee. Ochenta años después, su hijo, Jeremy Corbyn (Chippenham, 70 años), contra todo pronóstico, volvió a enarbolar la bandera de la izquierda para hacerse con las riendas de los restos del naufragio de la década de Tony Blair y el Nuevo Laborismo.
El candidato del principal partido de la oposición se enfrenta al reto de su vida: demostrar que en la era del Brexit y las redes sociales, la ideología sigue primando sobre la personalidad, la sustancia sobre la propaganda y la lealtad partidista sobre el desencanto colectivo. Corbyn ya no goza del subidón de popularidad, sobre todo entre los jóvenes, que le aupó al liderazgo de la izquierda en 2015. Y el factor sorpresa, con la denuncia sin cuartel de la austeridad, que le llevó en 2017 a pisar los talones a la candidata conservadora, Theresa May, y lograr un honroso segundo puesto, ha desaparecido. Aun así, ha vuelto a intentarlo, consciente de que se enfrenta a su última oportunidad para ser el primer ministro del Reino Unido. "Nuestro programa electoral es el más radical y ambicioso de las últimas décadas. La prueba está en la unanimidad que todos los ricos y poderosos han mostrado en su odio hacia mí. Y doy la bienvenida a todo ese odio", proclamaba Corbyn el pasado 21 de noviembre en el acto de lanzamiento de su campaña. Hubo aplausos, pero tibios y contenidos. Y los jóvenes universitarios que rodeaban al candidato mostraban un entusiasmo más coreografiado que espontáneo.
La última encuesta de YouGov otorga al laborismo la segunda posición, con un 34% de apoyo. Nueve puntos por detrás de los conservadores, y una remontada respecto a mediados de noviembre (la distancia llegó a ser de 17 puntos) que en otras circunstancias habría sido antológica. Y sin embargo, el clima general de opinión no apunta a vuelco electoral. Tres motivos diferencian el escenario actual del de hace dos años. Cuando Corbyn se estrenó en las urnas contra Theresa May, los ciudadanos habían digerido el resultado del referéndum del Brexit de 2016 y lo consideraban un hecho consumado. No se exigió al veterano líder de izquierdas una postura firme. Tres años después, los británicos siguen atrapados en el mismo laberinto y la ambigüedad del candidato laborista ha deteriorado su imagen pública.
Ha sido un ejercicio de equilibrio y compromiso que, en otras circunstancias, habría sido apreciado por sus votantes, pero que en un clima visceral y binario no ha convencido a nadie. Con el respaldo de los sindicatos, y, sobre todo, por el miedo a perder los feudos laboristas en los que el Brexit triunfó en el referéndum de 2016, el partido llegó a una solución de consenso que sería desplegada en varias fases. Si el laborismo ganaba las elecciones del 12 de diciembre, prometió Corbyn, el nuevo Gobierno renegociaría con la UE otro acuerdo, más suave, con muchos más lazos con Bruselas y más beneficioso para trabajadores y consumidores. Y en un plazo de seis meses, celebraría un nuevo referéndum en el que los ciudadanos podrían escoger entre esa nueva propuesta o permanecer en el club comunitario. Y durante la campaña de esa segunda consulta, Corbyn y su hipotético Gobierno permanecerían neutrales.
"Somos el partido que defiende la permanencia en la UE. Somos un partido europeísta. Somos un partido internacionalista. Eso es lo que somos. Ni perfectos ni puros. Pero profundamente comprometidos en seguir dando la mano a Bruselas y en reformar las instituciones europeas", proclamó Tom Watson, el número dos de la formación, el pasado septiembre, durante el tormentoso congreso laborista celebrado en Brighton. Junto a él se agrupaba un relevante número de figuras del partido que exigían mayor claridad en la cuestión más importante a la que ha hecho frente el Reino Unido en décadas.
Watson acabó tirando la toalla y anunció su retirada de la política. Del mismo modo en que lo había hecho previamente Luciana Berger, la joven promesa laborista que entró en política en la fase final de la "era Blair" y que abandonó espantada ante la pasividad con que Corbyn respondía a los múltiples episodios de antisemitismo en el seno del partido. "Tenga en cuenta que la afiliación ha cambiado de un modo radical durante el liderazgo de Jeremy Corbyn. El partido ha crecido, pero ha abierto su espacio a organizaciones que se sitúan a la izquierda de lo que ha sido el laborismo", explicaba Berger a EL PAÍS en los días posteriores a su abandono.
La única encuesta publicada durante la campaña con asignación de escaños, realizada por YouGov la semana pasada, atribuyó al laborismo 211 diputados, 32 menos de los que tenía hasta ahora. En 1983, en pleno auge del neoliberalismo de Margaret Thatcher, el candidato Michael Foot abanderó el ala más a la izquierda de la oposición. Su programa electoral defendía avances que hoy son moneda común en la lucha contra la discriminación racial y en defensa de la igualdad de las mujeres. Y sus propuestas de gasto público para hacer frente al desempleo palidecerían frente al medio billón de euros que propone Corbyn. En la política británica, se recuerda con ironía como "la nota de suicidio más larga de la historia". El Partido Laborista redujo su representación en la Cámara de los Comunes a 209 diputados.
Eran otros tiempos, y Corbyn, frente a todo pronóstico, aún confía en que sus promesas de renacionalización de la electricidad, los ferrocarriles y la banda ancha de internet o una mayor presión fiscal sobre las grandes corporaciones convenzan a un electorado hastiado con años de austeridad y desigualdad y al que ya no asusta el espantajo del comunismo.
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