Wendy prefiere reservarse su apellido. Durante la última semana, esta peluquera venezolana de 44 años solo va del trabajo a su hogar en la localidad de Kennedy en el sur de Bogotá, donde ha decidido prácticamente encerrarse durante la oleada de protestas contra el Gobierno de Iván Duque. En el año y medio que lleva en Colombia ha sufrido pequeños obstáculos cotidianos, como las trabas para arrendar una habitación, por eso le ha pedido a su hermana que modere su acento de Maracaibo. Pero nunca había percibido tanta animadversión por su nacionalidad. Siente que la miran mal, e incluso ha tenido que escuchar impotente como otro pasajero del autobús los equiparaba en voz alta a una plaga. “Uno se siente con temor de que lo quieran agredir”, dice sin amarguras.
Colombia es, por mucho, el principal destino del éxodo. Más de 1,5 de los 4,6 millones de venezolanos que han salido están en el país vecino, con el que comparte una porosa frontera de 2.200 kilómetros. Los brotes de xenofobia han aumentado en la semana que ha transcurrido desde el inicio de las protestas, con disturbios aislados en medio de las multitudinarias movilizaciones. Hay pintadas, se produjeron agresiones y varios casos de bicitaxistas, uno de los oficios informales populares entre los recién llegados, a los que les quemaron su vehículo el fin de semana en el sur de Bogotá. En Patio Bonito, uno de los lugares de la capital donde hubo disturbios se habla de organizar marchas en contra de los extranjeros.
“Esto demuestra que la xenofobia comienza a escribirse con mayúsculas”, advierte Ronal Rodríguez, investigador del Observatorio de Venezuela de la Universidad del Rosario, en Bogotá. Se muestra extrañado de que ninguna autoridad —en un país que ha flexibilizado su política migratoria para atender la llegada masiva de venezolanos— se haya referido al tema. “El discurso contradictorio del Gobierno colombiano sostiene que este es un problema temporal que se va a resolver cuando caiga Nicolás Maduro, y eso no implica que la sociedad entienda y asimile el proceso de integración y de inclusión. No nos están preparando para eso”, señala. “Se puede presentar un problema de tensión en el largo plazo”.
En medio de la ola de agitación social que sacude América Latina, en Ecuador y Chile ya habían señalado a los venezolanos. Incluso la propia oposición venezolana, con varios de sus líderes exiliados en Bogotá, acusa a Maduro de intentar perturbar a otros gobiernos del continente. Colombia no fue ajeno a esa peligrosa narrativa y se acusó sin pruebas a los extranjeros de agitar las protestas. El Centro Democrático, el partido de Gobierno liderado por el expresidente Álvaro Uribe, atribuyó públicamente la convocatoria de las centrales obreras, el movimiento estudiantil y otras organizaciones a "la estrategia del Foro de Sao Paulo que intenta desestabilizar las democracias de América Latina, secundado por grupos opositores cuyo propósito ha sido bloquear" al debilitado Gobierno de Duque. El Ejecutivo cerró las fronteras y declaró el toque de queda en Cali, el pasado 21 de noviembre, y en Bogotá la noche siguiente, tras los saqueos y disturbios que se produjeron entre la multitud de protestas, mayoritariamente pacíficas, que se produjeron aquellos días.
En la capital, en esa noche de desinformación y miedo se propagó como pólvora el rumor de que había violentos acechando casas y conjuntos residenciales. Los vecinos se armaron con lo que tenían a la mano para esperar a ladrones que en la inmensa mayoría de los casos nunca llegaron. Ese ambiente de zozobra, sin embargo, marcó un antes y un después en la relación con los venezolanos.
“A raíz de estos acontecimientos que han acaecido en Colombia, y concretamente en Bogotá y Cali con mayor intensidad, hemos sentido brotes de xenofobia”, admite Txomin Las Heras, parte de la comunidad venezolana y miembro de la Asociación Ávila/Monserrate que trabaja en Colombia con migrantes del país vecino. Le alarma no solo el trato en la calle, también el manejo de las noticias, con mayor hincapié en la nacionalidad de los detenidos. “Uno aprecia un viraje. Nos agarró de sorpresa porque era un tema que no se terminaba de expresar en Colombia de manera abierta y masiva”.
“Las redes fueron el caldo de cultivo para que se extendiera la profecía en algunos sectores uribistas de que hubo injerencia extranjera tras las marchas”, apunta Cristina Vélez, de Linterna Verde, un grupo interdisciplinario que monitorea el debate público digital. Su estudio identificó una ola de contenidos antivenezolanos de más de 15.000 tuits en 28 horas en Twitter. “Al analizar las publicaciones se ve un coctel típico de desinformación que se empieza a configurar al finalizar la marcha del 21 de noviembre, pero cuyo pico coincide con los momentos de pánico y caos que vivieron los bogotanos en las horas del toque de queda del 22 de noviembre”.
El miedo colectivo ayudó a la viralización de vídeos descontextualizados —como el de un saqueo donde el que graba concluye de lejos que quienes están llevando a cabo estos actos vandálicos eran venezolanos— y testimonios aislados de algunos ciudadanos o autoridades señalando casos de agresiones de venezolanos, concluye el análisis de Linterna Verde. “Estos fueron utilizados por varias cuentas para generalizar y entregar pruebas fehacientes de que una importante parte de los saqueos habían estado en manos de venezolanos. Y fueron amplificados por actores e influencers en medio del pánico”.
Estos contenidos sirvieron para alimentar teorías de conspiración que ya estaban circulando. De 8.000 publicaciones en las que se relacionaba venezolanos con vandalismo generadas la noche del 22 de noviembre, un 10% unían también esos incidentes con el chavismo o el senador izquierdista Gustavo Petro, el rival de Duque en la segunda vuelta de las elecciones, señala el análisis digital.
Esos mensajes han disparado un sentimiento de desconfianza hacia los migrantes. “Estamos muy preocupados, pues e so exacerba una discriminación que ya se venía dando especialmente en comunidades vulnerables donde hay una lucha por recursos”, advierte Lucía Ramírez, coordinadora de migración del centro de estudios Dejusticia, que ha hecho campañas de acogida y trabaja de la mano con organizaciones de la sociedad civil venezolana. La mayoría de las personas que están llegando recientemente a las ciudades colombianas tienen necesidades en salud, trabajo, vivienda o educación, y se instalan en zonas que ya arrastran sus propias carencias. Ramírez teme que este pueda ser un punto de no retorno.
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