Haz lo que quieras, pero no nos causes problemas aquí". Fue lo único que los padres de Xiuan le pidieron cuando dejó su pueblo de la prefectura de Kashgar, en Xinjiang, para irse a España hace dos décadas. Un "problema" sería cualquier denuncia, cualquier llamada, cualquier mensaje en las redes sociales. O pedir el permiso a Pekín para ir a casa de visita, un viaje que no hace desde 2016.
Xiuan prefiere que no se publique su nombre real por razones de seguridad. Es de etnia uigur, la minoría musulmana contra la cual Pekín está llevando a cabo una política de detenciones masivas y adoctrinamiento ideológico, como ha documentado una investigación internacional en la que participa EL PAÍS. "Casi ninguno de mis conocidos aquí sabe que soy uigur: todos piensan que soy de China o de Filipinas" explica a EL PAÍS en un bar de la ciudad española donde reside. La elección del local donde contará su vida en Xinjiang a alguien que no es de su familia por primera vez pasa por dos tomas falsas: los primeros dos en los que entra los regentan chinos. "Esto sería un poco raro, ¿no?", se disculpa.
Xiuan, cuarto de ocho hermanos, trae consigo dos álbumes de fotos que se abren con una fotografía en blanco y negro de su familia. Es de los años ochenta, cuando crecía en Xinjiang: "Está al lado del segundo desierto más grande del mundo y entonces era una zona pobre. Los chinos han [la etnia mayoritaria de China] eran poquísimos. En mi pueblo iban por las calles en bicicleta a recoger plástico y regalaban un globo a los niños que les daban algún trozo". Todo el mundo iba a la mezquita los viernes, se estudiaba idioma uigur en el colegio, además de hacer cuatro horas de mandarín. Los chicos como Xiuan salían por la noche a comer pulmones de cordero rellenos u otra comida local en el mercadillo del pueblo. Las fotografías de su álbum familiar muestran a mujeres y hombres uigures bailar en un restaurante: "Esto ya no lo dejan hacer", comenta.
A finales de los años noventa, el Gobierno creó enormes incentivos para que miles de chinos han fueran a explotar las reservas naturales de la región. Xinjiang, que literalmente significa "nueva frontera", había acabado bajo el poder del Pekín en 1949 después de siglos de guerras entre varias etnias y desde 1955 era una "región autónoma". Los rasgos, la religión o el idioma de esta población de origen túrquico no se asemejan en nada a la cultura mandarín. Sinólogos y periodistas han documentado el cambio radical que vivió la zona. Empezando por las nuevas casas al estilo chino que fueron sustituyendo las típicas uigures, con un patio al centro.
Xiuan fue el único de sus hermanos que fue a estudiar a Pekín. "Mi padre tenía una empresa de ingeniería que trabajaba para el estado y siempre había ganado bien. A dos de mis hermanos,
que tenían carrera universitaria, les pusieron encima jefes han sin estudios".
En 2009, enfrentamientos callejeros entre chinos han y uigures dejaron 140 muertos y más de 200 heridos en Urumqui, la capital del oeste de la región. Tras la intervención militar, la situación volvió a la calma. El régimen chino vinculó las protestas con el terrorismo y tomó la senda de la lucha contra el terror lanzada desde EE UU tras el 11-S. Desde entonces, Xiuan empezó a notar el cambio radical en las visitas a su pueblo. Se habían instalado puestos de seguridad ante las mezquitas y solo se dejaba entrar a los mayores de 65 años. Se empezaron a crear colegios solo para chinos, donde los uigures apenas podían utilizar su lengua. "En todas las calles empezó a haber policía. Cada vez que salías tenías que decir adónde ibas, por qué y a qué hora volverías", relata este uigur, una de los únicas personas de esta etnia residentes en España.
No vuelve a Xinjiang desde 2016, un año clave. Es el momento en que Pekín aplaca totalmente las protestas en la zona y justifica que tras los atentados de las décadas anteriores, el Gobierno central regional "se vio obligado a actuar, dentro de la ley, tomando una serie de medidas de desradicalizción y prevención del terrorismo". Se crearon unos "centros de educación ideológica y entrenamiento de las aptitudes profesionales" que activistas, periodistas, exiliados, exdetenidos y ahora documentos oficiales desvelados por una investigación internacional han retratado como estructuras carcelarias donde se está encerrando de forma masiva a los ciudadanos uigures.
La última vez que volvió a Xinjiang lo hizo para visitar a su madre enferma. Pekín le exigió
un documento del centro sanitario que acreditara el estado de la mujer, ingresada con diálisis, para que pudiera obtener el permiso para volver de visita a casa. En esa ocasión, su hermana, empleada en un hospital público, le contó cómo veía a vecinos que conocía que pasaban por un reconocimiento médico antes de ser llevados por las fuerzas de seguridad. Dos años después, China admitiría la existencia de los centros de internamiento, defendiendo que se utilizan "dentro de la ley".
Desde ese último viaje todo han sido complicaciones, empezando por las comunicaciones con su familia. El último mensaje enviado en el canal de mensajería chino WeChat a su hermano, en noviembre de 2018, aparece sin respuesta en la pantalla de su móvil. Consiguió comunicarse con su familia a través de una persona que vive en España y viaja a menudo a la región, hasta que esta le hizo llegar un mensaje: "Era mejor que dejara de comunicarme con ellos. Les habían dicho que cada vez que les llamaba, la familia recibía una multa. Tienen miedo y no quiero arriesgarme a que les pase algo". Intentó a contactar con un sobrino a través de los comentarios a las fotografías en una red social, pero ya prefiere no hacerlo. No cree que sea seguro.
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