La insurrección chilena es cosa de muchachos. A veces, casi niños. Los estudiantes llevan más de una década rebelándose contra el sistema educativo que implantó Augusto Pinochet y contra toda la herencia de la dictadura. Esta vez han conseguido el respaldo de gran parte de la sociedad chilena. "Nos hemos acostumbrado a la violencia, no tenemos nada que perder", dice Víctor Chanfreau, 17 años, vocero de la asamblea de estudiantes secundarios. "El neoliberalismo", afirma, "nació en Chile y morirá en Chile".
En las calles de Santiago, devastadas tras casi cinco semanas de protestas y destrozos, las batallas campales son cotidianas. Los Carabineros, conocidos como pacos, y el Ejército se desempeñan con una dureza rayana en la brutalidad durante el estado de emergencia. Ya son 23 los muertos en todo el país. Más de 200 personas han perdido ojos o sufrido lesiones oculares graves porque las fuerzas de seguridad disparan sin miramientos cartuchos de perdigones. Pero los jóvenes siguen manifestándose.Los heridos reciben atención médica en centros improvisados. “Tienen un coraje que nosotros, amedrentados por la experiencia de la dictadura, no pudimos tener”, comenta Carla Peñaloza, doctora en Historia y profesora en la Universidad de Chile.
Con Peñaloza hay que conversar en un café, porque el edificio de la Universidad ha sido tomado por los estudiantes. Se trata de una ocupación ordenada y un recepcionista atiende con amabilidad tras una mesa que bloquea la entrada. Fuera discurre una manifestación de docentes. El ambiente parece propio de una situación revolucionaria. “Todo esto cansa a veces y da miedo, pero la normalidad en que vivíamos antes era falsa; la realidad es lo que vivimos ahora”, dice la docente.
Pinochet promulgó la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza y fue publicada en el Diario Oficial el 10 de marzo de 1990, el mismo día en que el dictador cedió la presidencia a Patricio Aylwin. Su último legado fue un sistema educativo que entregaba a los municipios la enseñanza pública, favorecía la segregación entre centros para ricos y centros para pobres y limitaba un gasto estatal que aún hoy, tras varias reformas, se mantiene en el puesto más bajo de la OCDE. Era una educación ajustada a los dogmas neoliberales. La universidad privada exige a los estudiantes que se endeuden durante años o décadas para pagarse los cursos.
La primera gran explosión estudiantil se produjo en 2006. Fue la llamada revolución de los pingüinos, por los uniformes escolares. Más de 400 centros cerraron y 600.000 muchachos participaron en las marchas y huelgas del 30 de mayo: fue la gran crisis con que se abrió la presidencia de Michelle Bachellet, una antigua víctima de la dictadura que acababa de llegar a la Moneda. La rebelión de los muchachos estalló de nuevo en 2008, 2011, 2012, 2015 y 2018.
Al actual presidente, el conservador Sebastián Piñera, se le ocurrió una idea para acabar con las rebeliones estudiantiles. Su ley Aula Segura, aprobada el año pasado por el Congreso, permitía expulsar a los alumnos que portaran algún tipo de arma, cometieran algún tipo de agresión o causaran “daños en la infraestructura”. En la práctica, permitía expulsar a quienes protagonizaran protestas como la ocupación de una escuela. Aquello convenció a muchos chicos de que no debían esperar nada de la presidencia y de los parlamentarios. El Congreso es hoy una institución sin ningún prestigio entre los jóvenes contestatarios y es percibido por la mayor parte de la sociedad, según distintos sondeos, como casi irrelevante. Muchos diputados achacan el problema a la imposibilidad de romper el corsé constitucional impuesto por Pinochet.
El darwinismo social legado por la dictadura, culto a lo individual y lo privado en oposición a lo colectivo y público, legado de la dictadura, marcó a una generación. “En las manifestaciones de estos días he experimentado por primera vez en mi vida un sentimiento de comunidad”, dice una joven escritora nacida cuando la dictadura se transformó en una democracia vigilada por el propio Pinochet, desde la jefatura del Ejército.
Opiniones divergentes
La joven prefiere no dar su nombre. Se trata de una cautela frecuente. Quizá por una (justificada) desconfianza hacia la prensa, quizá por temor a expresar opiniones divergentes del sentimiento colectivo. Un grupo de escolares que se sienta en la Avenida Providencia y corta el tráfico a mediodía prefiere también que sus comentarios sean atribuidos a “nosotros”. “Nosotros queremos que este sistema injusto termine ya, que los represores paguen y que Chile deje de ser propiedad de los cuicos [clase alta y dominante]”, afirma una adolescente uniformada, poco antes de que los Carabineros dispersen al grupo con agua a presión.
Los escolares que cortan el tráfico no pertenecen a familias pobres, pero tampoco se sienten parte de ese “cogollo” abstracto que suele resumirse en unos cuantos apellidos convertidos en símbolos (Larraín, Walker, Edwards, Zaldívar) y que se recitan como una letanía. No hay dudas de que el sistema privilegia a los poderosos. Un ejemplo sangrante fue el de los empresarios Carlos Délano y Carlos Lavín, quienes el año pasado, tras cometer un abultado fraude fiscal, fueron condenados a cuatro años de cárcel que el propio juez sustituyó por la obligación de asistir a unas clases de ética. “Los abusos son escandalosos”, opina un ejecutivo español que trabaja para una sociedad chilena.
“Luchamos por la educación, pero también por unas pensiones decentes, por un salario mínimo digno, por el derecho al aborto, por el fin del sistema opresivo”, enumera el vocero estudiantil Víctor Chanfreau. “Que no nos digan que esas cosas no son asunto nuestro, porque sí lo son: afectan a nuestros familiares y nos afectarán a nosotros en el futuro”, añade. Chanfreau, que sufrió detenciones durante el mandato de Bachelet y bajo el mandato de Piñera, es nieto de Alfonso Chanfreau, un desaparecido en la dictadura en 1974. No reprocha a sus mayores el miedo a protestar en la calle: “Sufrieron la dictadura militar y una represión terrible, es normal, comprendo que mi madre tema por mí”. Lo importante, según él, es que el miedo esté convirtiéndose en “rabia, alegría, capacidad de organización”. “Los chicos no somos los héroes de esta historia, cada persona que se ha movilizado es heroica”, precisa.