Es sencillo definir a un personaje pasado solo por la época que le hizo quedar retratado en los libros de historia. Ceñir una vida entera a un período concreto permite ser más concienzudo, es innegable, pero también impide al espectador entender cómo se construyó la personalidad del sujeto en cuestión y cómo llegó a convertirse en quién fue. El caso de Adolf Hitler es todavía más exagerado, pues obviar su infancia nos ayuda a arrebatarle la humanidad. La realidad, por el contrario, es el que futuro líder nazi pasó una juventud bohemia acompañado del que, por entonces, era su gran (y único amigo): August Kubizek, quien definió de forma más que pormenorizada el carácter abrumador e inestable del pequeño Führer mucho antes de la Segunda Guerra Mundial.
Kubizek, como escribió en «El joven Hitler que conocí», vino al mundo pocos meses antes que Adolf Hitler, el 3 de agosto de 1888. De clase baja (su padre era tapicero y su madre era hija de un herrero), superó una juventud modesta que casi lindaba con la pobreza. Las malas calificaciones no le ayudaban. Sin embargo, había algo que el joven August adoraba por encima de todo; una pasión que compartía con el futuro líder nazi: su amor por las artes. «Había una afición que se había ido infiltrando en mi vida, y a la que me entregué con todo mi corazón: la música. Este amor encontró su expresión visible cuando, contando yo nueve años, recibí como regalo un violín en las navidades de 1897». Eso sería lo que le acercaría al Führer.
August y Adolf se conocieron, según el primero, «alrededor de la festividad de Todos los Santos en el año 1904». Aunque esta fecha ha sido posteriormente calificada de falsa por algunos historiadores (en realidad, lo mismo que las memorias de Kubizek, las cuales han sido tildadas de exageradas por autores como Nerin E. Gun). Más allá de estas dudas, el chico dejó escrito que vio por primera vez a su nuevo amigo durante una ópera en Linz (Austria) debido a que ambos competían por la misma localidad («una columna en la zona de paseo» en la que se apoyaban). Y no solo porque les permitía ver todo el escenario, sino porque era de las más baratas. Su primera impresión fue halagüeña. Le definió, de hecho, como un joven de buena familia. Y todo ello, a pesar de que ambos eran igual de pobres:
«Era un joven curiosamente pálido, delgado, de la misma edad aproximadamente que yo, que seguía con ojos resplandecientes la representación. No cabía duda de que era de una casa acomodada, pues iba siempre pulcramente vestido y se mostraba sumamente reservado. […] En una de las representaciones entramos en conversación en uno de los entreactos. […] Me sentí asombrado por la segura y rápida comprensión de mi interlocutor. No cabía la menor duda de que me era superior en este aspecto. Por el contrario, él reconocía mi superioridad cuando la conversación se refería a temas meramente musicales […] A partir de aquel día nos encontramos a cada representación de ópera».
A partir de entonces, y durante los cuatro años que esta extraña pareja compartió, Kubizek hizo un retrato del joven Adolf. Una instantánea nada halagadora, todo sea dicho, aunque se esforzó por disimular los datos más sórdidos por miedo a la censura. En «El Tercer Reich» (Crítica, 2019), el doctor en historia Thomas Childers afirma que August fotografió con palabras a un Führer solitario y marginado. Un joven que solo tenía un amigo verdadero, que no sentía interés por las chicas ni el sexo (el cual temía, aunque también le fascinaba), que evitaba siempre el contacto físico y que era reacio a «cualquier cosa que tuviera que ver con el cuerpo humano». A cambio, estaba seguro de que sus escasas habilidades le convertirían en una estrella; un artista o un arquitecto de éxito que construiría edificios para el gran Reich germano.
Childers también deja patente las limitaciones de Hitler como estudiante (suspendió incluso alemán) y afirma que, cuando se trasladó a Viena en 1907, vivió una vida bohemia en un minúsculo apartamento lleno de chinches que solo pudo pagar gracias a la pensión que recibía tras el fallecimiento de sus padres, a los cuadros que lograba vender a tiendas de muebles (que los utilizaban como mera decoración por su precio) y a que Kubizek se decidió a vivir con él (y a sufragarle la mitad del alquiler) desde febrero hasta julio de 1908. Allí tomó la costumbre de visitar cafés hasta altas horas de la noche y apenas dormir. Durante este tiempo, además, August desvela en su obra que el joven Adolf era sumamente irascible y que era imposible llevarle la contraria cuando exponía sus opiniones.
En los primeros capítulos de sus memorias, Kubizek trata de acercar al lector la imagen y el carácter de Adolf. Lo primero que destaca de él es que odiaba ser fotografiado, por lo que, en la actualidad, es difícil hallar instantáneas de su juventud. «Mi amigo jamás sintió, por lo que yo recuerde, la necesidad de hacerse retratar. Era todo menos presuntuoso. A pesar de que se preocupaba mucho de su persona, no era presumido en el sentido corriente de esta palabra. Incluso me atrevo a decir que ser presumido era demasiado poco para él. Era demasiado inteligente para ello». Desde su perspectiva, eso sí, el futuro líder nazi guardaba gran parecido con su madre. Así le describió a nivel físico:
«Era de estatura media y esbelto, por aquel entonces ya algo más alto que su madre. Su constitución no era en modo alguno la de un hombre fuerte, sino más bien delgado y frágil. Su salud era peor de lo que hubiese sido de desear y él se lamentaba frecuentemente de ello. Tenía que protegerse ante el clima nebuloso y húmedo de Linz durante los meses de invierno. […] En resumen, era débil de pulmones. La nariz, muy regular y bien proporcionada. La frente, despejada y libre, ligeramente inclinada hacia atrás. Me sabía mal que, por aquel entonces, tuviera la costumbre de peinar su cabello muy hacia la frente».
Pero lo que más llamó la atención a August de Hitler durante los cuatro años que compartió con él fue lo comunicativos que eran sus ojos. «Resultaba sorprendente cómo podían cambiar de expresión, sobre todo cuando Adolf hablaba». Aunque, para entonces, el Führer contaba ya con una voz «grave y sonora», Kubizek siempre pensó que su principal atractivo de cara a las masas era esa mirada. «Aún cuando mantenía los labios firmemente apretados, los ojos revelaban lo que quería decir». A la postre, el líder nazi supo aprovechar esta característica y se pasó horas y horas frente al espejo entrenando los gestos y los movimientos de su cara para impresionar, todavía más si cabe, a su público. Aunque para eso todavía faltaban un par de décadas.
A pesar de la expresividad de sus ojos, a Kubizek también le dejó perplejo su oratoria. «Yo le escuchaba gustosamente cuando hablaba. Su lenguaje era muy escogido. Rehusaba el dialecto, sobretodo el vienés, que le era adverso por su tono suave. […] No cabe la menor duda de que mi amigo Adolf fue, ya desde su primera juventud, un hombre dotado de una fácil oratoria. Y él lo sabía, hablaba a gusto y sin interrupción». Lo cierto es que era convincente. Childers afirma en su obra que, en una ocasión, persuadió a un agente de policía de que le dejara libre después de haber golpeado a un chico y haberle causado severas heridas. «Gustaba de probar su fuerza de persuasión en mí y en otras personas», añade su amigo.
Sin embargo, August también dejó patente que Hitler, en realidad, no tenía capacidad de discusión, sino que se limitaba a avasallar al contrario con sus opiniones sin ofrecerle la posibilidad de dar su punto de vista. Así, cuando su amigo le respondía, se limitaba a poner un «gesto de enemistad» y montar en cólera. No era raro entonces que diera golpes contra las paredes y destrozara todo lo que tuviera a mano. «La mayoría de las veces no respondía a lo que yo le había preguntado y se limitaba a interrumpirme con un gesto muy significativo de su mano. Más tarde, me fui acostumbrando a ello y ya no encontraba ridículo que aquel muchacho de dieciséis o diecisiete años desarrollara proyectos gigantescos y me los expusiera con todo detalle».
De los recuerdos dulcificados de August (quien apenas recriminó directamente nada a Hitler en sus memorias debido, entre otras cosas, a que los primeros que le pidieron que recopilara los recuerdos de su infancia fueron los miembros del régimen nazi) se infiere también el carácter maniático de su amigo. El futuro Führer tenía, por ejemplo, la manía de colocar sus pantalones, planchados a la perfección, en el mismo lugar un día tras otro. Según él, para evitar que se arrugaran. Y es que, estaba obsesionado con salir de casa siempre bien vestido (casi como un burgués) a pesar de que apenas tenía dinero para comer. Aunque, siempre en palabras de su amigo, eso no era un problema, pues prefería saltarse un almuerzo o una cena en favor, por ejemplo, de ir al teatro.
Según August, otra de sus características más notables es que era muy serio. Una forma educada de señalar que, en ocasiones, su egolatría le hacía despreciar al resto de las personas. Las contestaciones que Kubizek atribuye a su amigo a lo largo de la obra así lo demuestran. En una ocasión, por ejemplo, Adolf no dudó en contestar de la siguiente forma cuando nuestro protagonista le preguntó por la solución de un problema determinado: «Aun cuando hubiera resuelto ya por completo este problema, no te lo diría, porque tú no serías tampoco capaz de resolverlo». Los «cállate» estaban, también, a la orden del día. Por ello, y a la larga, evitó hablar con él sobre determinadas cosas. «En el futuro dejé de preguntarle sobre temas profesionales. Era mucho mejor seguir en silencio mi propio camino». Aquello debió azuzar más el carácter rudo del joven Führer, que sentía que ganaba todas las discusiones.
Durante los meses en los que convivieron en Viena, Hitler despreció una y otra vez las opiniones y las capacidades de su amigo. A cambio, le repetía una y otra vez que él llegaría a ser un gran artista o un genial arquitecto. Sin embargo, la realidad puso a cada uno en su lugar. En 1907, Adolf presentó sus dibujos en la Academia de Bellas Artes y fue rechazado. «Estaba tan convencido de que iba a tener éxito que, en el momento de recibir el rechazo, este me golpeó como un rayo salido de la nada», explicó después. En julio volvió a intentarlo, pero falló de nuevo. Kubizek, por su parte, fue admitido en el conservatorio. Aquello debió ser demasiado para él. «Casi sin dinero y avergonzado por su segundo y humillante fracaso en la academia, no quiso volver a ver a Kubizek. Dio el aviso, pagó su parte del alquiler y, mientras su amigo estaba todavía en Linz, sencillamente desapareció sin dejar ninguna dirección de contacto», añade Childers.
Su nueva etapa no fu mejor. Ya en solitario, y sin el sustento que le daba la pensión de sus fallecidos padres, vivió como un verdadero vagabundo. «Durante meses residió en las calles, dormía en los parques y en los cafés que abrían toda la noche, debajo de los puentes, en las entradas de los edificios y, a veces, encontraba refugio en los albergues para indigentes y en pensiones de mala muerte», añade el autor. Se alimentaba en comedores de caridad, no tenía abrigo, vestía como un indigente y se veía obligado a pernoctar en iglesias. Solo logró salir de aquella situación en 1910, cuando se estableció en una vivienda comunal sufragada, en parte, por judíos. Así fue como inició su camino hacia la Cancillería. Pero eso, como suele decirse, es otra historia.
abc