Con cada autógrafo que Michael Phelps ha firmado en 16 años como nadador de élite ha repartido una semilla. Su verdugo en la final de los 100 metros mariposa, Joseph Schooling, guarda uno. Katie Ledecky tiene otro. No hay joya de más valor para un niño.
Un trozo de su héroe. Ahora es Ledecky la que reparte esas semillas entre las niñas que sueñan en ser como ella. Tras el oro en los 800 metros que logró con 15 años en Londres 2012, se va de Río de Janeiro como la versión femenina de Phelps: con cuatro oros (200, 400 800 y el relevo 4x200) y una plata (4x100)s. Sólo una nadadora acumuló tanto metal: la alemana Kristin Otto alcanzó los seis títulos en los Juegos de Seúl 1988.
Aquella época nadaba en aguas adulteradas por el dopaje sistemático promovido por algunos países. Un año después de la cita de Seúl cayó el Muro de Berlín y aquellas alemanas democráticas del Este que nadaban como hombres desaparecieron del mar olímpico.
Ledecky se entrena con hombres. La razón es simple: en su género no tiene rival. La final de los 800 metros lo probó: se largó desde la primera brazada, nadó sola y le comió dos segundos a su propio récord mundial: 8.04.79. Es el muro que ella quiere derribar: la barrera de los ocho minutos.
En piscina corta, eso ya lo ha hecho Mireia Belmonte, oro y bronce en estos Juegos. «Si Ledecky sigue así seguro que baja de ocho. Da gusto correr con ella», dice la catalana, la mejor nadadora española de la historia -las dos medallas de Río y las dos platas de Londres-, que ya se prepara para coincidir con Ledecky en los Juegos de Tokio 2020. Mireia tendrá 29 años y la pasión por este deporte intacta. Ledecky apenas habrá cumplido 23, será ya una universitaria de Stanford y lucirá una lista de récords mundiales todavía mayor que hoy: ya tiene trece. De ella dicen que es un encanto en tierra y un animal feroz en el agua. Phelps reencarnado en mujer.
Si la historia de Ledecky es extraordinaria, la de Anthony Ervin la mejora. Ganó la final de 50 metros por una centésima. Eso fue una sorpresa. Y las bocas no dejaron de cerrarse cuando empezaron a pasar las páginas sobre la biografía de este nadador californiano de 35 años, el más viejo con un oro en la piscina olímpica.
Cuando ganó esta misma prueba en los Juegos de Sidney 2000 se destacó que era el primer afroamericano en lograrlo. Su padre es negro. Una anécdota. Luego, tras varios fracasos, dejó su deporte. Se distrajo. Chico callejero. Empezó a tatuarse la piel. Muda. Metamorfosis. Trabajó paseando perros, cuidando inválidos. Fue a menos. Se convirtió en un tirado. A ese lío le metió drogas y cubos de alcohol. Y conciertos con la banda de rock de su cuadrilla. Para colmo se le vino encima una enfermedad nerviosa. No dejaba de guiñar un ojo y de mover espasmódicamente la cabeza. Parecía perdido. Lo estuvo: intentó suicidarse con un racimo de pastillas. Le rescataron su deporte y su corazón. Ervin, que apenas tenía nada, vendió su medalla de Sidney por 15.000 euros y los envió a las víctimas de un tsunami.
La piscina le sacó a flote. Tras ocho años alejado de ella, empezó a dar clase a niños. Regresó al inicio. Volvió a nadar y a los Juegos, los de Londres, con 30 años. Era su segunda oportunidad. En la tercera, en Río, ha dado una de las grandes sorpresas. Por su oro, por su edad y, sobre todo, por su cinematográfica historia.
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