El mundo es imperfecto y la vida es confusa pero existe un lugar sagrado donde los hombres han creado un orden absoluto que cancela momentáneamente las necesidades . Una piscina olímpica. Un templo. El estadio acuático de los Juegos de Rio, en donde Michael Phelps anunció su retirada y puso fecha y hora a la última carrera de su vida: 13 de agosto de 2016, 23:04 horas en la costa de Brasil, prime time en la costa oeste de los Estados Unidos.
Phelps cumplió con el programa. Nadó la última final, la posta de mariposa del relevo de 4x100 metros estilos. Hizo el mejor tiempo de mariposa registrado en la carrera: 50,33s, cuatro décimas más rápido que su marca en los Juegos de Londres. Fue decisivo. Nuevamente. Finalmente. Ganó un oro y sumó 23 oros olímpicos (28 medallas totales) a una cuenta inaudita en la historia de las olimpiadas.
Se abrazó a sus tres compañeros, recogió su ropa y, cuando alzó los brazos para responder a la ovación del público, el rostro se le congestionó y las lágrimas cayeron por sus mejillas.
Hace dos años lo detuvieron por conducir borracho al salir de un casino en Baltimore. Lo procesaron. Lo inhabilitaron para competir. Cumplió la sanción. Pasó por un largo proceso de rehabilitación. Dijo que había cambiado y que volvería a competir para despedirse en Rio tal cual era. Para que la audiencia, el público, la humanidad, le recordara en toda su grandeza como al nadador más fabuloso que ha existido.
“Lo que ha cambiado en mí es lo que ven”, dijo este domingo en la madrugada de Rio, antes de abandonar el centro acuático. “Soy esto que ven. En Rio me han visto a mí. Le dije a mucha gente que el mundo vería quién soy yo. Y esto es lo que soy”.
Lo que es lo vio una multitud extasiada que le aclamó durante toda la noche desde el graderío casi repleto. Un competidor que a sus 31 años representa lo sublime en un deporte tradicionalmente practicado por adolescentes. Un hombre capaz de emocionar con la certeza de hacer algo irrepetiblemente valeroso. Alguien que se debate con todas sus fuerzas contra dos elementos inagotables como el tiempo y el agua.
Quien estuviera presente en la piscina de Rio le tuvo fe. Frente a las reglas del juego no cabe ningún escepticismo. Phelps ejerció de gran sacerdote cuando reunió a Ryan Murphy, el espaldista, a Cody Miller, el bracista, y a Nathan Adrian, el librista, para decir unas breves palabras de capitán antes de la carrera. “Nos dijo que para él era un honor estar aquí con nosotros”, recordó Cody. “Que había sido un largo camino y que se alegraba de que concluyera aquí con nosotros. Y que rematáramos el relevo. Let’s go and kill it!”.
“Eso fue suficiente para emocionarme”, dijo Ryan Murphy, que abrió la competición. Se tiró con tanta rabia que batió el récord mundial de 100m mariposa que estableció Aaron Peirsol en Indianapolis, en 2009, embutido en el bañador impermeable. Peirsol hizo 51,94s. Murphy, 51,85s.
La marejada de Murphy lanzó a Estados Unidos. Pero la carrera estaba muy lejos de decidirse en 100 metros. La posta de braza destapó la obra maestra de la noche. El autor fue el inglés Adam Peaty, que llevó al equipo de Gran Bretaña del sexto lugar al primero con los 100 braza más rápidos que se han nadado jamás. Peaty recuperó dos cuerpos y paró el crono en 56,59s. Más de un segundo más rápido que el récord mundial de 57,92s, en poder del propio Peaty.
Gran Bretaña iba primera cuando Cody Miller le entregó el testigo a Phelps. “Pensé que podría salir un pelín detrás pero fueron 65 centésimas…”, dijo el capitán. “¡Fue una locura! ¡Dios mío! ¡Peaty nadó en 56,59s! Fue de otro planeta. Voló. Cuando salí me propuse darle a Nathan tanta agua abierta como pudiera…”. Phelps respondió con eficacia. Sus 100 mariposa devolvieron la cabeza de la competición a Nathan Adrian, que aseguró el oro para Estados Unidos con una marca final de 3m 27,95s. Récord olímpico. Gran Bretaña fue plata con 3m 29,24s. Australia aseguró el bronce y el podio anglosajón en 3m 29,93s.
Cuando el ruido se apagó le preguntaron a Bob Bowman, el jefe de entrenadores del equipo americano, si confiaba en que aparecería un nuevo Michael Phelps, puesto que el original se despedía. “Absolutamente no”, dijo el técnico de la Universidad de Arizona. “¡Ni siquiera lo estoy buscando! ¡Espero que él no me encuentre a mí…!”.
Bowman se reía. “No creo que vuelva a aparecer un Michael Phelps”, explicó, “ni en una ni en diez generaciones. Cuando le vi por primera vez reunía tantas virtudes... La coordinación técnica, la disposición mental, una familia que apoyaba la natación, un gran club en el que nadar, el NBAC, en Maryland, una habilidad emocional para enchufarse en las grandes carreras y responder mejor bajo presión... No creo que podamos encontrar a otro Michael. Encontraremos a mucha gente maravillosa. Encontraremos una Katie Ledecky, un Ryan Murphy…”.
Recibida la medalla y embutido en el uniforme oficial elástico, Phelps se explayó con su sinceridad habitual cuando le preguntaron qué era lo más importante que había aprendido de esta época de epifanía. “Una de las grandes cosas que he descubierto en estos dos años ha sido a reconstruir mi relación con Nicole”, dijo. “Nos conocemos desde hace nueve años. Hemos crecido juntos. Cada día que paso con ella es especial. Estamos hechos cien por cien el uno para el otro. Tenemos al pequeño Boomer y queremos expandir la familia. Quiero compartir el resto de mi vida con ella”.
Su padre, Fred, no celebró tanto las medallas como el descubrimiento de un hombre que parece haber salido del túnel. “Estoy orgulloso de que se descubriera a sí mismo y sepa quién es ahora”, dijo en ESPN. “Ahora él ve que hay un mañana al final del camino. Es la vida real. Será un ser humano. Un padre. Un marido. Un amigo. Será un hijo”.
Michael Phelps se despidió llorando momentos antes de reunirse con Nicole y Boomer para sumergirse en las profundidades de la existencia cotidiana. A su edad, ya sabe con certeza que fuera del templo de la piscina, donde siente que puede ser él mismo, ser él mismo es más difícil.
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