Cristiano Ronaldo, cojo, derrengado y abatido al cuarto de hora de partido, levantó al final el trofeo que al inicio había librado el bien vestido y delicado Xavi Hernández. No había seguramente mejores protagonistas para expresar el cambio que ha vivido el fútbol desde Viena 2008 hasta París 2016. Los partidos ya no se deciden a partir de los centrocampistas, jugadores de equipo por excelencia, sino que se resuelven en las áreas, territorio de los porteros y delanteros, y también desde los banquillos, zona en la que abundan técnicos anónimos, ninguno tan protagonista como el sufrido Fernando Santos.
Han mandado en Francia los entrenadores a tiempo parcial y los solistas que compiten por el Balón de Oro. Juegan los clientes de Mendes contra los de Rahiola. Los pases importan menos que los goles y las figuras las decide el mercado, ahora mismo presidido por el gigante Pogba. El centrocampista simboliza el físico, el poderío y la agresividad, expresada en la entrada de Payet que eliminó a Cristiano, espectador del triunfo que a Portugal se le negaba desde los tiempos de Eusebio.
La lesión del capitán portugués fue la peor de las noticias para un campeonato individualista, escaso de fútbol, excesivamente folclórico, nada que ver con los tiempos en que mandaba la selección española de Xavi. “Usted no es japonés, usted me entiende lo que le digo”, le indicó Luis al volante el día en que le convirtió en el símbolo de La Roja. España conquistó el mundo hasta seducir incluso a Alemania.
Aunque de manera diferente, ambas selecciones acabaron por ceder en Francia, un escenario más propicio para la cultura nipona, aquella que se supone más próxima al ídolo que al colectivo, la que identifica a Gales con Bale, a Francia con Griezmann y a Portugal con Cristiano. Ningún equipo jugó de manera trascendente, para dejar huella o marcar estilo, entregados todos al resultado, a la meta de Saint-Denis. La mayoría de partidos han sido iguales, también los que disputaron franceses y portugueses, los dos agónicos, siempre al borde de la prórroga, de los penaltis, de la eliminación, de la supervivencia, tanto daba que fuera en la fase inicial como la final de anoche en París. Ambos quedaron aturdidos por el llanto de Cristiano.
A Francia le dio un ataque de responsabilidad, por no decir de miedo, temerosa de que una derrota no tendría perdón de Dios, y menos en una selección anfitriona que ha ganado en su feudo la Eurocopa y el Mundial. Y Portugal encontró el argumento necesario para remar, para achicar, para defender y también para recordar que si ha habido un equipo feo y resolutivo en la historia de las Eurocopas ha sido el de Grecia que conquistó precisamente el trofeo en Lisboa. Así que se imponía resistir hasta la heroicidad, poner la cara de mártir que siempre tuvo Fernando Santos, un técnico que ha montado una formación para cada encuentro hasta alinear a cuantos futbolistas se llevó de Portugal.
No es fácil jugar sin Cristiano cuando no se tienen centrocampistas como Chalana, Rui Costa o Deco ni extremos de la categoría de Futre o Figo. No queda más remedio que aguardar hasta desquiciar al contrario por más alternativas que tenga como era el caso de Deschamps. Francia contó con un momento para ganar la final, cuando salió un extremo que desborda como Coman, y más tarde en un tiro de Gignac, que remató al poste del excelente Rui Patricio. Muy poca cosa para un equipo que tiene el campo a favor, al jugador del torneo —Griezmann— y enfrenta a un rival paciente como Portugal.
A los portugueses les alcanzó con ganar un solo partido en el tiempo reglamentario para llegar a la final y reventar en la prórroga a la especuladora y acobardada Francia. La suya ha sido una trayectoria inequívoca y consecuente, el mejor epílogo para un torneo que a fin de cuentas ha seguido el guion del disputado en 2004. El héroe de entonces fue un futbolista de nombre Charisteas, tan poco conocido y meritorio, por no decir secundario, como el de Éder, jugador curiosamente del Lille.
Atendiendo al tono de la competición, no podía haber otro ganador que el equipo de Santos, solvente en el manejo del grupo, experto en el planteamiento de los partidos, el más preparado para penar en un torneo largo, farragoso y eterno, tan gremial y solidario en la cancha que supo imponerse incluso sin Cristiano Ronaldo. No se trataba de presumir, como en los tiempos de Xavi, sino de aguantar hasta conquistar París ante la misma Francia. Tan obcecada estaba Portugal que no solo se sobrepuso a sus rivales sino también a la lesión de Cristiano.
Fue el triunfo de un hombre esforzado, sencillo y común como Fernando Santos, la mejor respuesta al vedetismo y a la grandilocuencia, a lo mediático y a lo impactante, al espectador impaciente y exigente de hoy.
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