Eclecticismo seductor en Melilla

  18 Junio 2016    Leído: 617
Eclecticismo seductor en Melilla
Fortificaciones, modernismo, mezquitas, iglesias, mar y pequeñas calas se suceden en este un destino sorprendente
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El viajero que visite Melilla raramente lo hará con un objetivo primordialmente turístico. Llegar allí no es barato; la ciudad autónoma no cuenta aún con suficientes infraestructuras de turismo playero convencional: hay pocos hoteles, un parador, unas cuantas pensiones. Por último, la valla, el aluvión de refugiados, la peligrosidad de ciertos arrabales y el deterioro producido por los recientes terremotos no actúan como estímulos para una visita de relax. O de amor y lujo. Y, sin embargo…

Desde que el viajero sube al avión en la T4 del aeropuerto de Madrid sabe que su viaje merecerá la pena. En el extremo de la terminal se accede a la aeronave por una puerta de embarque que conduce a un pasillo enlosado con baldosas de distintos colores. Como en Oz. Sigo esta vez el camino de baldosas azules. Pero podía haber seguido el de baldosas amarillas. Ya en cabina, un señor se coloca la kipá y reza. Cuando acaba, se pone a conversar sobre langostinos y gambas con otro pasajero. Habla con acento andaluz. La multiculturalidad tiene que ver con ese mezclar la kipá con el gusto por la Pantoja, y también con la presencia en Melilla de mezquitas, sinagogas, iglesias católicas, cementerios para cada una de las confesiones, que se abren al cielo y al mar.


El rehabilitado fuerte de Victoria Grande. / JESÚS GRANADA
A vista de pájaro, Melilla se presenta cercada por bellas fortificaciones marítimas, el imponente monte Gurugú con su nombre que da susto y los barrios periféricos situados en las lomas: las casitas parecen cubos de colores que se animan o se apagan según les dé la sombra o el sol. Detrás de todo, incluso más allá del anillo verde, de las dependencias de la legión, de la incineradora y de un toro de Osborne que cumple las funciones de becerro de oro, la valla separa de Marruecos la ciudad. Saco el teléfono móvil para fotografiarla pero mi acompañante me sugiere que sería mejor no hacerlo. Enfrente, como intempestiva atracción turística, un campo de golf.



Al adentrarnos en esta ciudad franca, de militares, funcionarios y comerciantes, volcada en las actividades del puerto, sobresalen las edificaciones modernistas que pueden valerle a Melilla la consideración de patrimonio mundial. Las fachadas se adornan con azulejos, siluetas femeninas, niñitos escondidos entre las molduras, animales… La fauna y la flora de la decoración de fachadas, que no superan las tres alturas, podrían ser objeto de un juego de agudeza visual. Muchos de estos edificios son obra de Enrique Nieto, arquitecto de la mezquita principal, la sinagoga y varias iglesias católicas.

En la confluencia de Juan Carlos I con la plaza de España, frente a uno de esos emblemáticos edificios de formas redondeadas y decoraciones florales, la memoria del que fuese arquitecto municipal se solidifica en estatua. Parece que dibuja lo que ve. La refitolera casa Tortosa, la Cámara de Comercio o, más tardíamente, la Casa de los Cristales son también obras suyas (el modernismo melillense se refleja además en sus decisiones urbanísticas, y evoluciona hacia las formas del art déco zigzagueante, visible en los titánicos volúmenes del teatro Monumental, y hacia el art déco aerodinámico de Francisco Hernanz). Sobre el perímetro de la plaza de España se sitúan el antiguo Banco de España, el Casino Militar y la Asamblea, cuyas torres laterales se ven hoy apuntaladas a consecuencia de los movimientos sísmicos. En el interior de una vivienda, situada en uno de estos edificios modernistas, el salón, ubicado en un chaflán, está lleno de luz, y la escalera de acceso al piso, redondeada e hipnótica, crema y azulona, ha tenido que ser apuntalada. Parece que aguantan mejor las casas construidas en los años veinte que las de la década de los cuarenta.


El efecto que la arquitectura melillense produce en el viajero podría resumirse en la palabra eclecticismo, variedad, una acumulación de estilos y ornamentaciones que da la vuelta al concepto de no-lugar. El minimalismo repetitivo de los no lugares se transforma aquí en el no lugar del exceso, la heterogeneidad y la superposición. Sobre todo, cuando uno se aproxima a las zonas del Mercado Central o del Real y empieza a oler a esas especias que se usan para condimentar, por ejemplo, el excelente cuscús de Los Caracoles. Grupos de hombres se arremolinan para vender y comprar frutas y brillantes boquerones en cajas tiradas sobre la acera.


» Iberia (www.iberia.com) vuela directo de Madrid a Melilla desde unos 140 euros ida y vuelta. La compañía también enlaza Málaga con la ciudad autónoma a partir de unos 70 euros ida y vuelta.
» En ferri se puede llegar desde Málaga, Motril y Almería, con Transmediterránea (www.trasmediterranea.es) y Naviera Armas (www.navieraarmas.com).
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El efecto ecléctico, el solapamiento de tiempos y espacios, culturas, se acrecienta también cuando el catálogo del modernismo se confronta con la pureza de líneas de la Ciudad Vieja, la Ciudadela, fortificada entre muros que datan del periodo renacentista, con sus cañones y su faro adusto, sus vistas al mar y a los cortes en la roca, a pequeñas calas, donde los melillenses osados —el agua está limpia y fría— se bañan. Se llevan neveras de casa, tupers, porque allí no hay ni un chiringuito. Sin embargo, en el paseo marítimo que recorre las playas de la Hípica, Hipódromo, Los Cárabos y San Lorenzo, encontramos desde McDonalds hasta restaurantes como el Antonio Martín, que pasa por ser el más antiguo de Melilla. También el Real Club Marítimo Melilla, que, por lo que me dicen, ha dejado de ser tan selecto. En San Lorenzo el cargadero de mineral del Rin es una preciosa muestra de arqueología industrial.

En Melilla escudriñamos los rastros de la historia. Incluso aquellos que deberían borrarse: un infausto callejero, un pétreo aguilucho y una estatua de Franco, con aspecto de pobrecito explorador, a los pies de la Ciudadela. Y, sin embargo…, Melilla es hermosa.

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