Cuando un viajero llega por primera vez a Minsk, la capital de Bielorrusia, espera algún detalle en el aeropuerto que confirme sus prejuicios y los tópicos que le preceden. No se viaja todos los días a “la única dictadura de Europa”, gobernada en consecuencia y desde hace 22 años por “el último dictador de Europa”.
No hay retratos del presidente Alexánder Lukashenko. ni grandes ni pequeños, y el trato de la policía de aduanas es adusto, como el de sus colegas de Amsterdam, Londres o Barcelona.
La funcionaria observa la foto del pasaporte con unas gafas-lupa negras, y sólo ese detalle de vigilancia artesanal crea cierta inquietud, muy lejos de la atmósfera asfixiante que distinguía al imperio soviético.
¿Cumple Bielorrusia las expectativas dictatoriales del viajero? No. Sólo parcialmente. La Unión Europea levantó en febrero gran parte de las sanciones impuestas a Bielorrusia tras la represión ejercida durante la penúltima elección presidencial, en el 2010. Bruselas quiso premiar la actitud equidistante de Bielorrusia en la pacificación de Ucrania (traducida en los acuerdos de Minsk del 2014) y sus gestos de autonomía respecto a Moscú, como el no reconocimiento de la república de Crimea o la negativa a albergar una base aérea rusa en el sur del país.
La mejora de las relaciones entre la UE y Bielorrusia tampoco tiene que llevar a engaño: el país es una inmensa llanura –ningún pico alcanza 400 metros– habitada por 9,5 millones de personas que hablan mayoritariamente ruso –lengua oficial junto al bielorruso– y saben, sin necesidad de cifras, que dependen de Moscú.
Si Rusia estornuda, Minsk enferma de gripe. No se trata sólo de una dependencia económica o una relación feudal. “Hemos compartido la historia y aún quedan 9.000 veteranos bielorrusos de la Segunda Guerra Mundial, en la que perdimos el 20% de la población. Aquellos sufrimientos compartidos contra el nazismo son un vínculo afectivo con Rusia”, señala Catalina, traductora de español.
Minsk incumple el apriorismo del viajero; no hay retratos del ‘eterno’ Lukashenko
Minsk es una capital que sorprende por la limpieza y no sólo en el centro de avenidas a la moscovita, parques junto al río y edificios oficiales en plazas inmensas, sino también en la periferia. La flota automovilística es de gama media y moderna, síntoma de un progreso material que atempera el sistema autoritario, aún hay presos políticos y el pueblo se siente vigilado.
En un estudio concienzudo sobre el uso de internet, el profesor Dimitri Marushko, de la Universidad Estatal de Bielorrusia, detectaba que la mayor diferencia entre las percepciones en su país y otros era la falta de confianza de los internautas bielorrusos sobre la privacidad de sus correos. “Los ciudadanos tienen la opinión de que falta una política de privacidad clara. Sí, en cierta manera, desconfían al usar internet”, señala Marushko.
“Viajé a Minsk por vez primera en 1989. Todo era un desastre, faltaba higiene alimentaria y la ciudad resultaba triste. Las cosas han mejorado mucho en los últimos años, y es significativo que en las elecciones presidenciales del 2015 no hubiese manifestaciones: la gente vive hoy mejor que ayer. Creo que la UE debería mimar más a Bielorrusia porque son un punto de encuentro –también económico y comercial– entre la Unión Europea y Rusia”, sostiene Jaime Gil-Aluja, presidente de la Real Academia de Ciencias Económicas y Financieras española, cuya junta ha viajado a Minsk para estrechar lazos académicos con la Universidad Estatal de Bielorrusia.
Existe en sectores económicos bielorrusos el convencimiento de que son una plataforma ideal y poco empleada para las empresas europeas interesadas en Rusia gracias a la ausencia de trámites aduaneros. El hecho abre las puertas a la posibilidad y la argucia de “sortear” sanciones comerciales a Rusia vía Bielorrusia...
Turismo
La otra aspiración económica de este país que progresa a la velocidad que marca Moscú es el turismo. ¿Tiene atractivos Minsk? Hay algo singular, naturaleza aparte: la capital de Bielorrusia es un parque en miniatura del comunismo soviético.
–¿Dos plateas? 18 euros.
Ese es el precio de una función de opera en el teatro Bolshói de Minsk, una ganga que ya no se da en el Bolshói moscovita, y evoca las tarifas tan desproporcionadas –a la baja o al alza– de la URSS. Otra paradoja es la supervivencia del KGB, el aparato de seguridad que en Bielorrusia mantiene el nombre, así, sin complejos o cambios cosméticos. O esa estatua gigantesca de Lenin en el centro de Minsk... Lo soviético goza de cierto respeto y está muy bien conservado, como si nada de lo que representó fuese ajeno a la identidad de Bielorrusia.
La “mala noticia” es que la industria es soviética. “Su base industrial es ahora anacrónica y dependiente de la energía que suministra Rusia con subsidios. El país tiene también una base agrícola deficiente que depende de los subsidios públicos”, resume el World Factbook de la CIA en su capítulo dedicado a Bielorrusia.
El KGB bielorruso mantiene su nombre, y Minsk retiene cierta atmósfera soviética
Con un sector bancario controlado por entidades rusas y una dependencia energética completa de Rusia, se entiende que Minsk ande con pies de plomo a la hora de mejorar su relación con la Unión Europea (hoy por hoy es inimaginable un acercamiento de Bielorrusia a la OTAN, como el que hizo Ucrania).
El realismo en Bielorrusia sólo desmoraliza a una juventud con un índice de desempleo elevado –ronda el 12%– pero que no es el principal problema. “Cuando regreso a mi país de visita, cargada de proyectos, encuentro mucho desánimo entre mis amigos –habla una estudiante bielorrusa afincada en España y que prefiere no dar su nombre–. Tienen la sensación de que el sistema es burocrático y sólo pone dificultades a la iniciativa empresarial. La mayoría piensan en abandonar el país, pero no es sencillo... No, no es porque cueste conseguir el pasaporte sino porque no te aceptan en muchos países”.
Esa desesperanza tiene algo de soviética. Hay una atmósfera resignada en Minsk. Las protestas democráticas del 2010 no cambiaron nada, el régimen pone buena cara a Europa –es significativo que la Nobel bielorrusa no tenga problemas para salir del país, criticar al régimen en el exterior y regresar a Minsk, si bien sus libros no se editan en su propio país–, y la guerra en la vecina Ucrania recuerda a Bielorrusia algo decisivo y elemental: han sido, son y serán vecinos de Rusia.
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