Las dos notas llevan las fechas del 15 y del 16 de mayo de 1916, ahora acaba de cumplirse un siglo, pero su existencia no se conoció hasta noviembre de 1917, cuando vieron la luz gracias a Lev Trotsky, comisario de Asuntos Exteriores del gobierno soviético recién instalado tras la revolución bolchevique, que las dio a conocer a la prensa moscovita como denuncia del reparto secreto del mundo establecido por las potencias imperiales europeas a espaldas de las poblaciones afectadas, exactamente lo contrario al derecho de autodeterminación propugnado por los bolcheviques y por el presidente Woodrow Wilson.
Ahora hace un siglo la guerra europea se hallaba en su tercer año. Estados Unidos todavía no había entrado en liza. Y Francia y Reino Unido querían reforzar su alianza con el reparto de los despojos del imperio otomano, específicamente en la región donde el legendario T. E. Lawrence estaba preparando la revuelta árabe contra la Sublime Puerta. Unos y otros tenían el ojo avizor a una materia prima que prometía mucho, el petróleo, con la idea de trazar una línea que abriera paso a un oleoducto desde las primeras explotaciones en Mosul hasta el Mediterráneo.
Los artífices fueron dos diplomáticos sin aspiraciones de pasar a la historia, pero que terminaron dando su nombre al acuerdo. Si Potsdam y Yalta, lugares de celebración en 1945 de las conferencias de los aliados al término de la Segunda Guerra Mundial, fueron emblemas del reparto del mundo en áreas de influencia entre Moscú y Washington, en el caso de Oriente Próximo tras la Primera Guerra Mundial este papel lo jugaron dos personajes de biografía anodina: un aristócrata, militar y diplomático inglés, Mark Sykes, por parte de Londres, y un abogado y diplomático parisino, François George-Picot, por parte de París.
Sykes-Picot es un ejemplo de diplomacia secreta en un escenario de guerra, que busca ante todo el equilibrio geopolítico entre los que se presumen protagonistas de la paz. Pero más importante que los contenidos del acuerdo es la leyenda conspirativa tejida a su alrededor. Según el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, no hay conflicto en la región que no esté diseñado hace cien años con estos acuerdos. Joe Biden, vicepresidente de Estados Unidos, ha atribuido las actuales dificultades en Siria e Irak “a la creación de estados artificiales compuestos de grupos étnicos, religiosos y cultural totalmente distintos”. Precisamente ahora, con el centenario, los yihadistas del ISIS quieren “clavar el último clavo en el ataúd de la conspiración de Sykes y Picot”.
Según el geógrafo Michel Foucher (revista Telos, mayo de 2016), probablemente el primer especialista mundial en la historia de las fronteras, menos de 700 kilómetros de los 14.000 que conforman los trazados actuales, salen de Sykes-Picot. Las potencias extranjeras participaron en su delimitación en una proporción muy inferior a lo que dice la leyenda: el 16% se debe a la intervención francesa, el 26 % a la británica, el 14,5% a la rusa y el 29% a los otomanos y a sus sucesores turcos. Ni siquiera lo que se atribuye a Sykes-Picot está en los documentos, cuyas conclusiones solo se aplicaron en parte en los tratados y conferencias que sellaron la Gran Guerra. Las líneas artificiales atribuidas al oscuro tratado pertenecen en realidad a la conferencia de San Remo de 1920.
El acuerdo ahora centenario, del que surgieron cuatro estados nacionales (Líbano, Irak, Siria y Jordania), es solo el emblema de aquella partición, en la que hay al menos dos documentos diplomáticos más de similar trascendencia. Uno es la correspondencia cruzada en 1915 y 1916 entre el jerife de La Meca Hussein ben Ali y el alto comisionado británico para Egipto, Henry McMahon, por el que se atribuye a la dinastía hachemita el liderazgo árabe en la región. El otro es la Declaración Balfour de 1917, contradictoria con la anterior, en la que el secretario de Estado británico Arthur Balfour reconoce el derecho a establecer en Palestina “un hogar nacional para el pueblo judío”, de la que surgirá Israel, el quinto y más polémico de los Estados con fronteras de la marca Sykes-Picot.
Tres de los jugadores del actual tablero de Oriente Medio tienen especial empeño en la nulidad de aquel acuerdo. Turquía, porque el reparto se hizo a su costa, como potencia derrotada en la guerra. Los kurdos, porque son los más interesados en un rediseño de fronteras que les permita existir como nación independiente sobre territorios actualmente de Siria, Turquía, Irak e incluso Irán. Y finalmente, el yihadismo terrorista, porque tiene la pretensión de borrar las fronteras estatales y establecer una comunidad islámica internacional dirigida por el califato islámico.
Parece claro que la revisión de Sykes-Picot, si fuera posible, produciría mayores daños que los que se pretende resolver. La idea de que hay fronteras naturales sobre las que se asientan naciones eternas étnica o culturalmente delimitadas es una fantasía esencialista decimonónica que conduciría a la fragmentación de Oriente Medio en un mapa ingobernable con decenas de micro estados, cada uno con sus correspondientes irredentismos y sus rivalidades vecinales. La causa de los actuales problemas, según el historiador francés Henry Laurens, no son las fronteras artificiales sino la falta de democracia. “La UE se ha podido construir –ha declarado recientemente al diario libanés L’Orient-Le Jour– porque se trataba de un movimiento democrático con consultas regulares a la población en cada etapa”.
Si algo está claro en el centenario de Sykes-Picot es que son las potencias regionales, es decir, Turquía, Irán, Arabia Saudí e Israel, y no las viejas potencias imperiales europeas o la superpotencia americana, las que deben devolver la paz a la región. Y no mediante la refacción de las fronteras a través de acuerdos secretos, sino con la difícil, improbable y lenta fórmula europea que da voz democrática a las poblaciones a la hora de superar las fronteras nacionales.
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