Hasta hace menos de una década, cambiar el comportamiento de una persona con un trasplante de heces habría parecido una locura. Tampoco es algo que vaya a suceder mañana, pero las investigaciones con animales sugieren que quizá no sea una idea tan descabellada. Lo que se está averiguando en los laboratorios sobre la influencia de las bacterias que habitan en nuestro intestino indica que no solo desempeñan tareas fundamentales para la salud de nuestro estómago. También influyen en el estado del cerebro. Esas bacterias ya se han trasplantado experimentalmente en humanos para combatir infecciones intestinales y por la misma vía, o a través de la dieta o de alimentos probióticos, que incluyen microorganismos, servirían para tratar enfermedades psiquiátricas o neurológicas.
Un buen número de experimentos con animales, principalmente ratones de laboratorio criados en condiciones muy controladas, han mostrado que los microorganismos del intestino pueden afectar a su comportamiento y modificar el equilibrio químico de su cerebro. Se ha comprobado, por ejemplo, que cuando se introduce en ratones heces de humanos con depresión reproducen síntomas propios de esa enfermedad. En nuestra especie, también se han observado vínculos entre dolencias gastrointestinales y patologías psiquiátricas como el autismo, la ansiedad o la depresión.
“Ya se han realizado estudios en humanos en los que se compara la microbiota de personas sanas con la de otras que tienen cierta enfermedad y se ha visto que modificando el ecosistema intestinal o sus funciones se pueden reducir los estados de ansiedad”, explica Yolanda Sanz, investigadora del CSIC y coordinadora del proyecto europeo MyNewGut, una iniciativa financiada con 9 millones de euros por la Unión Europea para estudiar las bacterias intestinales. Sin embargo, añade, “con enfermedades más graves no hay evidencia de causa efecto”.
Sanz también menciona el interés de algo que casi todo el mundo ha experimentado, la relación entre estados emocionales alterados y el malestar intestinal. “En personas con alteraciones gastrointestinales, como síndrome de intestino irritable, se había observado que tienen problemas como la ansiedad o incluso depresión”, señala Sanz. “En estos pacientes con estos trastornos mentales, se ha observado que la mitad tenían problemas del sistema digestivo”, continúa.
Ahora, apunta la científica del CSIC, queda por delante el reto de comprender qué es causa y qué efecto en las relaciones entre problemas intestinales y mentales. Una de las formas de lograrlo consistirá en realizar intervenciones en los pacientes, “a través de alimentos o bacterias prebióticas o probióticas” que modifiquen los equilibrios entre microbios que marcan la diferencia entre la enfermedad y la salud. No obstante, Sanz reconoce que el conocimiento aún es escaso para pensar en intervenir sobre el ecosistema microbiano con éxito: “Hay algunas publicaciones que muestran que algunos probióticos pueden reducir la ansiedad, pero son estudios pequeños que en su mayoría no se han reproducido”. “Es pronto para poder hacer recomendaciones generalizadas, porque la complejidad del ecosistema intestinal es muy alta y pensar que con una sola bacteria vamos a solucionar el problema es simplista. Habrá que pensar en modificar el ecosistema con intervenciones más integrales”, concluye.
Investigadores de todo el mundo están comenzando a identificar los mecanismos a través de los que las bacterias del intestino, mediante la producción de hormonas o las moléculas que generan al alimentarse, modifican la química de nuestro cerebro. Sin embargo, por ahora, el conocimiento sobre la influencia del microbioma ha llegado más a través del estudio de correlaciones que del análisis de los procesos concretos que las producen. Una serie de estudios publicada recientemente en la revista Science mostraba que una mayor diversidad bacteriana en el intestino estaba relacionada con una mejor salud. Además, vinculaba esa diversidad al consumo de yogur o café, y señalaba a algunos fármacos como los ansiolíticos o los antibióticos o a comer demasiado como culpables de un descenso en la variedad microbiana.
La complejidad del problema se puede entender a través de las cifras sobre la flora intestinal. Cada persona tiene en su estómago más de un kilo de microorganismos, la mayoría bacterias, de 1.200 especies distintas. Manipular ese engranaje para ajustarlo a nuestras necesidades sin producir efectos indeseados no va a ser fácil.
“Estamos ante un campo prometedor, pero aún incipiente”, plantea Vicent Balanzá, investigador del Centro de Investigación Biomédica en Red de Salud Mental en la Universidad de Valencia. “La mayoría de estudios son con ratones y tenemos el problema de trasladarlos a humanos, y los estudios en humanos son trasversales, así que tenemos problemas para identificar la causalidad”, prosigue. “Otra pregunta que aún está en el aire es cuál es la composición que consideramos normal o saludable de la microbiota humana”. añade.
Ya hay algún ensayo clínico con probióticos para tratar la depresión que mejora los síntomas, pero son resultados que se tienen que confirmar. Más allá de estos productos que incluyen microbios beneficiosos, Balanzá destaca las posibilidades de la dieta para reparar la microbiota humana dañada asociada a la enfermedad mental. “Tenemos datos científicos de que una buena dieta, como la mediterránea, incrementa la diversidad de la microbiota intestinal y tiene efectos antiinflamatorios”, señala. El psiquiatra de la UV puntualiza que este tipo de intervenciones “se consideran añadidos a psicofármacos o a otros tratamientos”.
Dada la heterogeneidad de los trastornos psiquiátricos, que están definidos por síntomas que pueden tener bases fisiológicas diversas, no se puede plantear un tratamiento único. Balanzá indica que se deberá distinguir condiciones particulares dentro de dolencias que llevan el mismo nombre. En el caso de la depresión, por ejemplo, el investigador explica que “gracias a los estudios de Michael Maes, sabemos que un tercio de los pacientes con depresión presentan el síndrome de intestino permeable”. “Esto no lo encontramos en todas las personas con depresión, así que las intervenciones encaminadas a modular la microbiota intestinal no serían útiles para todos los pacientes, se trataría de identificar a aquellos que se pueden beneficiar de las intervenciones”, asevera.
El estudio del microbioma puede suponer un camino para comprender las conexiones entre el estado de ánimo y la salud física que vendrían a ser producto de procesos comunes. La inflamación es un nexo común que une la diabetes, enfermedades autoinmunes o el cáncer y podría ayudar a explicar que con cierta frecuencia aparezcan juntas algunas enfermedades mentales como la depresión asociadas a otras inflamatorias como el síndrome de intestino irritable. Entender el papel de los microbios que habitan nuestro intestino en la inflamación ayudaría a tener una visión más amplia sobre un conjunto de enfermedades que aunque parezcan aisladas podrían afrontarse con más posibilidades de éxito con una visión más amplia. Así, concluye Balanzá, se podrán hacer intervenciones en psiquiatría “con tratamientos que habitualmente se han metido en el saco de la medicina alternativa, como la dieta, el ejercicio o unos patrones de sueño adecuados” sabiendo por qué afectan a la salud
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