Durante la mayor parte del año, el paisaje invita a huir. Entre la tierra seca y las rocas que cubren una región extensa, del tamaño de Catalunya y Valencia juntas, apenas asoman hierbajos y arbustos de colores apagados. De vez en cuando, algún árbol se retuerce y extiende sus ramas al cielo como si lamentara la desdicha de nacer bajo tanto sol. Su petición de clemencia a las nubes es en vano: a Namaqualand, una zona poco poblada del sudeste de Sudáfrica, en la frontera con Namibia, la lluvia llega solo una o dos veces al año, y es una de las regiones más áridas y grises del sur africano. No siempre. Cuando parece que el horizonte ocre es infinito ocurre el milagro. Durante cuatro o cinco semanas al año, de agosto a septiembre, el desierto explota en color: millones de margaritas naranjas, amarillas, lilas, blancas o rojas, salpicadas de áloes y lirios, cubren los valles de la región en un espectáculo cromático único, ya que la mayoría de las especies son endémicas. La web oficial de parques naturales de Sudáfrica no ahorra superlativos en su descripción: “El florecimiento del desierto es casi de proporciones bíblicas”.
Pese a su belleza, la anomalía de las flores del desierto sudafricano podría tener fecha de caducidad. Un estudio de la Universidad de Witwatersrand advierte de que el cambio climático está alterando el ciclo estacional de las flores silvestres de Namaqualand y, según sus autores, Jennifer Fitchett y Pascal Snyman, podría tener consecuencias funestas: está en riesgo la supervivencia de las flores, la columna vertebral de la biodiversidad local.
El estudio pone cifras al impacto. Tras analizar 663 registros en periódicos y publicaciones especializadas desde el año 1935 hasta el 2018, los investigadores anotaron las fechas de cada primera floración, el momento álgido de la estación y el final de la temporada. Hallaron una deriva preocupante: la fecha de las primeras flores silvestres del desierto se ha adelantado 2,6 días cada década, y el día de mayor floración, 2,1 días.
Tras comparar esas cifras con el alza sostenida de las temperaturas, la cantidad de precipitaciones y el comienzo de la estación de lluvias, encontraron una relación. “Esos factores –explica Fitchett– actuaron juntos para desencadenar más rápidamente la floración y tantos cambios climáticos combinados durante 80 años han provocado el adelanto de la fecha de floración”. Las consecuencias pueden ser fatales en un ecosistema tan frágil, ya que, al experimentar temperaturas propias de primavera a finales de invierno, las flores recortan su fase latente, un periodo esencial para acumular energía para la siguiente estación reproductiva.
En realidad, el grito de las margaritas de Namaqualand es un aviso a navegantes. Los eventos fenológicos como la floración primaveral, el desarrollo de la fruta en verano, la hibernación de animales o las fechas de apareamiento son los bioindicadores más sensibles al cambio climático y por tanto son un primer grito de alerta de cómo el calentamiento amenaza al ecosistema global.
Para los autores del estudio, si no se actúa, el riesgo de desastre es cuestión de tiempo. “Un cambio fenológico es una respuesta evolutiva a un clima cambiante, pero no puede tener lugar indefinidamente. El avance en la floración coloca a las margaritas en mayor riesgo de eventos de heladas, y la reducción del periodo de latencia debilita las plantas. Esto las coloca en mayor riesgo de temporadas de floración fallidas y, finalmente, de extinción local”. Aunque Fitchett admite que es difícil predecir cuánto tiempo queda para reaccionar, sí subraya que apenas se necesitan unos pocos años de floraciones fallidas para que se produzca un daño irreversible en el ciclo de semillas que permite su floración cada año.
En la presentación de su estudio en The Conversation , Fitchett avisaba también de otra consecuencia. Además del golpe a la biodiversidad, los cambios supondrían una estocada al sector turístico de la región. En tiempos de prepandemia, cada año 10.000 turistas recorrían las carreteras y los caminos de la región, situada a unas seis o siete horas en coche al norte de Ciudad del Cabo. El reloj ya ha empezado a correr en contra de las margaritas de Namaqualand.
lavanguardia
Etiquetas: